Las disparatadas vacaciones de una pareja en crisis

Néstor y Andrea estaban en la sala de espera de la terapeuta, sentados en esos sillones que hacen crujir las articulaciones de uno al intentar levantarse. Ambos miraban sus teléfonos, ignorando el mundo a su alrededor y, sobre todo, ignorándose mutuamente. Néstor, con su camisa de rayas y sus calcetines desparejados, suspiraba profundamente cada diez segundos, lo cual irritaba a Andrea, que llevaba un vestido rojo chillón porque había leído en alguna revista que el rojo es el color de la pasión y quería ver si acaso funcionaba como un talismán.

—Néstor, deja de suspirar como un fuelle roto —dijo Andrea sin levantar la vista del teléfono.

—No puedo evitarlo, es mi mecanismo de defensa —respondió Néstor, también sin apartar la mirada de su pantalla.

La puerta del consultorio se abrió y la Dra. Pizarrín asomó su cabeza.

—Néstor, Andrea, pasen, por favor.

Entraron al consultorio, un lugar que parecía decorado por un pingüino hipster con una afición desmedida por los muebles de segunda mano. La Dra. Pizarrín, una mujer con un peinado que desafiaba las leyes de la gravedad, les sonrió con una intensidad que bordeaba lo criminal.

—He estado revisando su caso —dijo la terapeuta— y creo que una buena forma de reconectar sería tomarse unas vacaciones juntos. Algo que rompa con la rutina y los ayude a redescubrirse.

Néstor y Andrea se miraron con una mezcla de escepticismo y resignación. Finalmente, Andrea rompió el silencio.

—¿Y a dónde sugiere que vayamos?

—No me importa si es a un resort de lujo o a un camping en medio de la nada. Lo importante es que estén solos, sin distracciones y dispuestos a trabajar en su relación.

Decidieron seguir el consejo de la Dra. Pizarrín y, una semana después, se encontraron en el aeropuerto, listos para embarcarse en un viaje que prometía ser un desastre de proporciones épicas. Andrea había reservado un destino tropical pensando que el calor podría derretir un poco la frialdad entre ellos. Néstor, por su parte, estaba convencido de que cualquier cosa que no fuera su sillón frente a la televisión sería un error.

La aventura comenzó en la fila del check-in.

—¿Por qué no empacas de manera más organizada? —preguntó Andrea mientras sacaba una zapatilla de Néstor de su bolso de mano.

—¿Y por qué tú no puedes viajar sin todo tu armario? —replicó Néstor, señalando la maleta de Andrea, que parecía estar a punto de estallar.

Después de una discusión digna de una ópera italiana, finalmente lograron despachar sus maletas y se dirigieron a la puerta de embarque. Néstor insistía en comprar un bocadillo para el vuelo, mientras que Andrea decía que era una pérdida de dinero porque había comida a bordo. Llegaron a un acuerdo: Néstor compró el bocadillo y Andrea se lo comió durante el vuelo.

El primer malentendido cómico ocurrió al llegar al hotel.

—Bienvenidos al Hotel Tropicana —dijo el recepcionista, un hombre con una sonrisa tan falsa que parecía pintada—. Su habitación tiene una vista espectacular al mar.

Cuando llegaron a la habitación, descubrieron que la «vista espectacular» era en realidad un estrecho espacio entre dos edificios desde donde se podía ver una esquinita del océano si uno se inclinaba peligrosamente desde el balcón.

—¡Esto es una estafa! —gritó Andrea—. ¡Voy a bajar y exigir que nos cambien de habitación!

Néstor, que ya estaba sacando una cerveza del minibar, suspiró y se dejó caer en la cama.

—Déjalo, Andrea. Al menos tenemos aire acondicionado.

—¡Aire acondicionado mi trasero! ¡Esta cosa hace más ruido que un helicóptero!

Y así, mientras Andrea bajaba a la recepción a despotricar, Néstor decidió tomarse una siesta. Cuando Andrea regresó, enfurecida porque no habían logrado cambiarles de habitación, Néstor estaba roncando tan fuerte que la lámpara del techo temblaba. Decidió dejarlo dormir y fue a la playa sola, donde accidentalmente se bronceó solo un lado del cuerpo, pareciendo un pastel a medio hornear.

La segunda mañana trajo más confusión.

—Hoy, haremos una actividad juntos —anunció Andrea, decidida a salvar el viaje.

—¿Qué actividad? —preguntó Néstor, mirando el techo.

—Vamos a hacer snorkel.

Néstor, que le tenía fobia a cualquier cuerpo de agua más grande que una bañera, tragó saliva.

—Eh, ¿no podemos hacer otra cosa? Tal vez, no sé, un paseo en bicicleta…

—No, Néstor, ya pagué por la excursión. Además, no puede ser tan difícil.

Dos horas más tarde, Néstor y Andrea estaban en un bote, con trajes de neopreno y máscaras de snorkel, listos para sumergirse en las profundidades marinas.

—¡Esto es increíble! —exclamó Andrea, maravillada por los peces de colores.

Néstor, que se aferraba al borde del bote con la misma intensidad con la que uno se aferra a la vida en una montaña rusa, se negó a soltarse.

—¡Vamos, Néstor! —insistió Andrea—. ¡El agua está perfecta!

Finalmente, Néstor se dejó convencer, pero no había avanzado ni dos metros cuando una gaviota, que evidentemente tenía algo personal contra él, decidió hacer sus necesidades justo sobre su cabeza.

—¡Maldita sea! ¡Esto es ridículo! —gritó Néstor, volviendo al bote.

Andrea no pudo evitar reírse, y aunque Néstor estaba furioso, la risa de Andrea era contagiosa. Al final, ambos terminaron riéndose de la absurda situación, olvidándose por un momento de sus problemas.

La noche prometía un poco de romance.

—Vamos a cenar a ese restaurante elegante del que hablaban en el folleto —propuso Andrea.

Néstor asintió, feliz de que al menos la comida fuera una parte sólida del plan. Se pusieron sus mejores galas y se dirigieron al restaurante, donde un camarero con más gomina en el pelo que un concursante de concurso de belleza los recibió con una reverencia.

—Una mesa para dos, por favor —dijo Néstor.

Fueron guiados a una mesa con vista a la piscina del hotel, que de noche se iluminaba con luces de colores, creando una atmósfera mágica. Todo iba bien hasta que el camarero volvió con los menús.

—¿Han decidido ya? —preguntó, con una sonrisa que hacía sospechar que sabía algo que ellos no.

Andrea pidió una ensalada exótica y Néstor optó por un filete jugoso. Cuando llegó la comida, Andrea se dio cuenta de que su ensalada tenía ingredientes que no había solicitado, como rodajas de pepino, a las que era alérgica. Néstor, por su parte, descubrió que su filete era más pequeño que una hamburguesa de mostrador.

—Esto es una broma —dijo Néstor, mirando su plato con incredulidad.

—Lo siento, pero no pedí pepino —dijo Andrea, tratando de mantener la calma.

El camarero se llevó la ensalada de Andrea y prometió traer otra sin pepino. Sin embargo, al regresar, la ensalada venía con trozos de pepino más pequeños, como si fuera un desafío personal. Andrea, agotada y hambrienta, decidió dejar pasar el incidente y pidió un postre.

Finalmente, el día culminó con una sorpresa inesperada.

De regreso en la habitación, Andrea encontró una nota deslizada bajo la puerta. La recogió y la leyó en voz alta.

—»Queridos huéspedes, lamentamos informarles que debido a un error de reservas, deberán cambiar de habitación esta noche. Sus pertenencias ya han sido trasladadas. Por favor, diríjanse a la recepción para recibir la llave de su nueva habitación.»

Néstor se levantó de la cama como un resorte.

—¡Esto es el colmo! —exclamó—. ¿Y ahora a dónde nos van a mandar?

Bajaron a la recepción y el recepcionista, con su eterna sonrisa falsa, les entregó la llave de la nueva habitación.

—Espero que disfruten de la suite nupcial —dijo, parpadeando de manera sospechosa.

Al llegar a la suite, encontraron una habitación decorada con pétalos de rosa, una cama enorme y un jacuzzi en el centro. Andrea se quedó boquiabierta y Néstor, por primera vez en el viaje, sonrió de verdad.

—¿Esto es en serio? —preguntó Andrea, incrédula.

—Parece que la suerte nos sonríe al fin —respondió Néstor.

Mientras exploraban la suite, se dieron cuenta de que la habitación tenía algo especial, algo que les hizo reír hasta las lágrimas: un espejo en el techo justo sobre la cama.

—¡Esto es tan cursi! —dijo Andrea, riendo—. ¡Es perfecto!

Néstor, con

una sonrisa cómplice, se acercó a Andrea.

—Quizás estas vacaciones no son tan malas después de todo —dijo, tomándola de la mano.

Y así, entre risas y abrazos, Néstor y Andrea terminaron sus disparatadas vacaciones con un toque de humor y amor renovado. Aunque nada salió como esperaban, descubrieron que a veces, las sorpresas más absurdas pueden ser las que más disfrutan.

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Cuentomanía

Don Cuento es un escritor caracterizado por su humor absurdo y satírico, su narrativa ágil y desenfadada, y su uso creativo del lenguaje y la ironía para comentar sobre la sociedad contemporánea. Utiliza un tono ligero y sarcástico para abordar los temas y usas diálogos rápidos y situaciones extravagantes para crear un ambiente de comedia y surrealismo a lo largo de sus historias.

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