La Ciudad de los Desheredados nunca dormía. Sus calles, siempre húmedas y oscuras, eran un laberinto de pesadillas y desesperanza. En esta metrópolis, donde la corrupción y el caos eran la norma, los vampiros encontraban un terreno fértil para su cacería.
El reloj marcaba la medianoche cuando Elena, una joven periodista, salió de la redacción del periódico local. Había estado trabajando en un artículo sobre la creciente ola de desapariciones en la ciudad, pero las pistas siempre parecían desvanecerse en el aire. El editor, un hombre de mirada cansada y voz ronca, le había advertido que no indagara demasiado. Sin embargo, Elena no podía ignorar los rumores que circulaban por los callejones y bares clandestinos: criaturas de la noche, vampiros, acechaban a los más vulnerables.
A medida que caminaba por las calles desiertas, el sonido de sus propios pasos resonaba como un eco inquietante. Las luces de los faroles parpadeaban, proyectando sombras danzantes en las paredes. Elena sintió un escalofrío recorrer su espalda. Aceleró el paso, pero una sensación de ser observada la perseguía.
—¿Quién anda ahí? —preguntó, su voz temblorosa se perdió en la oscuridad.
No hubo respuesta, solo el susurro del viento entre los edificios en ruinas. Elena se giró, escudriñando la penumbra, pero no vio a nadie. Decidió tomar un atajo por un callejón estrecho, esperando llegar más rápido a su apartamento.
El callejón estaba casi completamente a oscuras, salvo por una tenue luz que emanaba de una ventana rota en el segundo piso de un edificio abandonado. De repente, una figura emergió de las sombras. Era un hombre alto, de piel pálida y ojos rojos como la sangre. El corazón de Elena latió con fuerza desbocada.
—No deberías estar aquí, pequeña —dijo el hombre con una voz suave pero cargada de amenaza—. Este no es un lugar seguro para alguien como tú.
—¿Quién eres? —preguntó Elena, retrocediendo lentamente.
—Soy alguien que ha visto demasiadas noches como esta —respondió, acercándose lentamente—. Y tú, querida, estás a punto de ver tu última.
Antes de que pudiera reaccionar, el hombre se abalanzó sobre ella con una velocidad inhumana. Elena sintió un dolor agudo en su cuello mientras los colmillos del vampiro perforaban su piel. Intentó gritar, pero su voz se ahogó en un gorgoteo de sangre.
De repente, una figura encapuchada apareció en el extremo del callejón. Con un movimiento rápido, lanzó una estaca de madera que se clavó en el corazón del vampiro. El monstruo soltó a Elena y cayó al suelo, desintegrándose en polvo.
—¿Estás bien? —preguntó la figura encapuchada, acercándose a Elena.
—¿Quién eres? —balbuceó ella, tambaleándose.
—Soy un cazador —respondió, levantando la capucha para revelar el rostro de una mujer joven, con cicatrices que cruzaban su mejilla—. Mi nombre es Ana.
Ana ayudó a Elena a ponerse de pie y la llevó a un lugar seguro, un refugio subterráneo donde otros cazadores de vampiros se reunían. Allí, Elena conoció a otros sobrevivientes, cada uno con su propia historia de horror y pérdida.
—La ciudad está infestada —explicó Ana—. Los vampiros se alimentan del caos y la desesperación. Pero no estamos indefensos. Podemos luchar.
Elena decidió unirse a ellos, convirtiéndose en una cazadora. Aprendió a manejar estacas, cruces y agua bendita. La venganza se convirtió en su motor. Cada noche, salían a las calles, cazando a las criaturas de la noche.
Una noche, mientras patrullaban un barrio especialmente peligroso, Elena y Ana se encontraron con un grupo de vampiros. La batalla fue feroz. Elena logró matar a dos de ellos, pero Ana fue capturada.
—¡Ana! —gritó Elena, corriendo hacia ella.
—¡No! ¡Vete! —gritó Ana mientras los vampiros la arrastraban hacia un edificio en ruinas.
Elena no podía abandonarla. Entró en el edificio, enfrentándose a los vampiros con una furia desatada. La sangre y el polvo llenaban el aire. Finalmente, encontró a Ana, pero ya era demasiado tarde. Los vampiros la habían convertido.
—Ana… —susurró Elena, con lágrimas en los ojos.
—Lo siento, Elena —dijo Ana, sus ojos ahora rojos y llenos de hambre—. No puedo controlarlo.
Elena levantó la estaca, su mano temblando.
—Hazlo —dijo Ana—. Libérame.
Con un grito de dolor, Elena clavó la estaca en el corazón de su amiga. Ana se desintegró en polvo, dejando a Elena sola en la oscuridad.
La ciudad seguía infestada. Los vampiros seguían cazando. Elena, ahora más sola que nunca, continuó su lucha. Pero cada noche, el peso de la pérdida y la desesperación se hacía más pesado. La corrupción y el caos de la Ciudad de los Desheredados eran un terreno fértil para los monstruos, y la batalla parecía no tener fin.
Elena sabía que, tarde o temprano, también sería cazada. Pero hasta entonces, seguiría luchando, porque en la Ciudad de los Desheredados, la esperanza era lo único que mantenía a raya a la oscuridad.