En la ciudad de los rascacielos y las luces que nunca se apagan, vivía un hombre llamado Federico. Su vida era una rutina bien engrasada de trabajo, compromisos sociales y una soledad que se hacía más palpable con cada día que pasaba. Sin embargo, había algo que lo mantenía despierto por las noches, una inquietud que no podía identificar.
Una noche, mientras intentaba conciliar el sueño, escuchó una melodía. Era una canción suave, casi imperceptible, que parecía venir de algún lugar lejano. Federico se levantó de la cama y se dirigió a la ventana. La ciudad estaba en calma, pero la música seguía resonando en sus oídos, como un eco de un sueño olvidado.
Decidió seguir el sonido. Bajó las escaleras de su edificio y salió a la calle. La melodía lo guiaba a través de callejones oscuros y plazas desiertas. Finalmente, llegó a un pequeño parque que nunca había notado antes. En el centro del parque, había una fuente y, junto a ella, una figura encapuchada tocando una flauta.
—¿Quién eres? —preguntó Federico, acercándose con cautela.
La figura levantó la cabeza y dejó de tocar. Sus ojos brillaban con una luz extraña.
—Soy el Guardián de los Sueños Olvidados —respondió con voz suave.
—¿Sueños olvidados? —repitió Federico, incrédulo.
—Sí. Todos los sueños que alguna vez tuviste y que olvidaste con el tiempo están aquí, esperando ser recordados.
Federico sintió un escalofrío recorrer su espalda. De repente, la melodía comenzó a sonar de nuevo, esta vez más fuerte y clara. Cerró los ojos y, cuando los abrió, se encontraba en un lugar completamente diferente.
Estaba en una playa, el sol brillaba en el horizonte y el mar susurraba suavemente. Reconoció el lugar de inmediato. Era la playa donde solía ir de niño con su familia. Caminó por la orilla, sintiendo la arena bajo sus pies, y vio a un niño jugando con una pelota. Se acercó y, para su sorpresa, se dio cuenta de que el niño era él mismo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el niño, mirándolo con curiosidad.
—No lo sé —respondió Federico—. Creo que estoy buscando algo.
El niño sonrió y señaló hacia el mar.
—Tal vez lo encuentres allí.
Federico miró hacia donde el niño señalaba y vio una pequeña barca. Sin pensarlo dos veces, se subió a ella y comenzó a remar. La melodía seguía sonando, guiándolo a través de las olas.
Después de lo que pareció una eternidad, llegó a una isla. Era un lugar extraño, con árboles que parecían susurrar y flores que brillaban con luz propia. Caminó por un sendero que lo llevó a una cueva. Entró y, en el centro de la cueva, encontró un cofre.
—Ábrelo —dijo una voz detrás de él.
Federico se dio la vuelta y vio al Guardián de los Sueños Olvidados.
—¿Qué hay dentro? —preguntó.
—Tus sueños olvidados —respondió el Guardián—. Todos los deseos que alguna vez tuviste y que dejaste atrás.
Federico abrió el cofre y, de repente, se vio inundado por una oleada de recuerdos. Vio su primer amor, sus aspiraciones de juventud, los momentos de felicidad que había dejado atrás en su búsqueda de una vida «perfecta». Sintió una mezcla de tristeza y alegría, un anhelo por lo que podría haber sido.
—¿Por qué me muestras esto? —preguntó, con lágrimas en los ojos.
—Porque es hora de que recuerdes quién eres —respondió el Guardián—. No puedes vivir una vida plena si olvidas tus sueños.
Federico asintió, comprendiendo la verdad en las palabras del Guardián. Cerró el cofre y, cuando lo hizo, se encontró de vuelta en su habitación. La melodía había cesado, pero su corazón estaba lleno de una nueva determinación.
A partir de esa noche, Federico comenzó a cambiar su vida. Dejó de lado la rutina que lo había aprisionado y empezó a perseguir sus verdaderos deseos. Redescubrió su pasión por la música, se reconectó con viejos amigos y, poco a poco, encontró la felicidad que siempre había buscado.
La melodía de los sueños olvidados lo había llevado a un viaje de autodescubrimiento, y nunca volvió a ser el mismo. Cada noche, antes de dormir, se aseguraba de escuchar esa canción en su mente, recordando siempre que sus sueños eran la brújula que lo guiaba.
Y así, Federico vivió una vida plena, sabiendo que, aunque los sueños puedan ser olvidados, siempre pueden ser recordados y perseguidos. La canción de los sueños olvidados se convirtió en su himno personal, una melodía que lo acompañó hasta el final de sus días, recordándole siempre la importancia de nunca dejar de soñar.