El bosque susurraba secretos, pero nadie se atrevía a escucharlos. Clara, arrastrada por la curiosidad, descubrió un pozo antiguo cubierto de musgo. «¿De verdad concede deseos?» preguntó, mirando a su amigo Tomás, que la seguía con reticencia.
«Dicen que sí, pero… hay un precio,» respondió él, temblando. «Nunca nadie vuelve a ser el mismo.»
Clara sonrió, desafiando el miedo. «Voy a pedir un deseo. Quiero ser la mejor artista del mundo.» Se inclinó sobre el pozo, dejando caer una moneda.
El agua burbujeó y una voz grave resonó: “Deseo concedido.”
Los días siguientes, su talento floreció. Las galerías la aclamaban, pero algo oscuro se cernía sobre ella. Cada vez que pintaba, una sombra se deslizaba por detrás, susurrando palabras que solo ella podía oír.
«Clara, ¿estás bien?» preguntó Tomás, preocupado. «Te has vuelto… diferente.»
«Soy increíble,» respondió ella, con una risa que sonó hueca. «Lo tengo todo.»
Una noche, la sombra tomó forma. «Tu deseo tiene un costo,» dijo, con una voz que heló la sangre. «La vida de alguien cercano a ti.»
Clara se horrorizó. «¡No! No puede ser cierto.»
«Es la regla. El arte o la vida.»
Desesperada, miró a Tomás. «¿Qué debería hacer?»
«¡No lo hagas! Podemos encontrar otra forma,» suplicó él, pero su mirada se tornó sombría. «¿Y si no hay otra salida?»
Con lágrimas en los ojos, Clara tomó una decisión. «Lo siento, Tomás.»
El siguiente día, la noticia recorrió el pueblo: Tomás había desaparecido. Clara, ahora en la cima de su carrera, se sintió vacía. En su corazón, sabía que había pagado un precio terrible.
Al mirar su última obra, una figura sombría emergió del lienzo, sonriendo. “El arte es eterno, Clara. Y tú también.”