El castillo de los Vandenberg se alzaba majestuoso sobre la colina, sus torres góticas perforando el cielo nocturno como garras de un monstruo dormido. La luna llena bañaba las piedras antiguas con una luz pálida, casi espectral. En el interior, la joven noble Isabella de Vandenberg se encontraba en su alcoba, ajena a la tormenta que se avecinaba.
Isabella era la joya de la corte, admirada por su belleza y su gracia. Sin embargo, su corazón latía con un anhelo desconocido, un deseo que ni los bailes ni los lujos podían saciar. Esa noche, mientras se cepillaba su largo cabello negro frente al espejo, sintió una presencia en la habitación. Al girarse, se encontró con unos ojos que la observaban desde las sombras.
—¿Quién está ahí? —preguntó, su voz temblando ligeramente.
De las sombras emergió un hombre alto y esbelto, con una elegancia que parecía de otro mundo. Su piel era pálida como el mármol y sus ojos, de un rojo profundo, brillaban con una intensidad hipnótica.
—Soy el conde Vladislaus Dracul, a su servicio, mi lady —dijo, haciendo una reverencia.
Isabella sintió un escalofrío recorrer su espalda. Había oído historias sobre el conde, un noble extranjero que había llegado recientemente a la región. Se decía que era un hombre de misteriosos poderes y oscuros secretos.
—¿Cómo ha entrado aquí? —preguntó, tratando de mantener la compostura.
—Las puertas no son barreras para aquellos que conocen los caminos del viento y la noche, mi lady —respondió Vladislaus con una sonrisa que reveló un destello de colmillos afilados.
Isabella debería haber gritado, debería haber llamado a los guardias, pero algo en la mirada del conde la mantenía paralizada. Era como si una fuerza invisible la estuviera atrayendo hacia él.
—¿Qué quiere de mí? —logró preguntar finalmente.
—Quiero mostrarle un mundo más allá de sus sueños más oscuros, un reino donde el amor y el terror se entrelazan en una danza eterna. Quiero que sea mi reina, Isabella.
Sus palabras resonaron en la mente de Isabella como un eco lejano. Una parte de ella sabía que debía resistirse, pero otra, más profunda y primitiva, deseaba aceptar la oferta del conde. Antes de que pudiera responder, Vladislaus se acercó a ella y la tomó de la mano.
—Ven conmigo, Isabella —susurró—. Deja atrás este mundo de sombras y entra en el reino de los condenados.
Isabella sintió que sus pies se movían por voluntad propia, siguiendo al conde hacia la ventana abierta. Juntos, desaparecieron en la noche, dejando atrás el castillo de los Vandenberg y todo lo que conocía.
El viaje al reino de Vladislaus fue un torbellino de sensaciones. Viajaron a través de bosques oscuros y montañas escarpadas, cruzando ríos de sangre y mares de lágrimas. Finalmente, llegaron a un castillo aún más imponente que el de los Vandenberg, un lugar donde la oscuridad era tan densa que parecía tener vida propia.
—Bienvenida a mi hogar, mi reina —dijo Vladislaus, guiándola hacia el interior.
El castillo estaba lleno de sombras que se movían y susurraban, como si estuvieran vivas. Isabella sintió una mezcla de fascinación y terror mientras exploraba su nuevo hogar. Cada habitación estaba decorada con una opulencia decadente, pero también había un aire de descomposición y muerte.
—¿Qué es este lugar? —preguntó, su voz apenas un susurro.
—Es el reino de los condenados, donde aquellos que han sido tocados por la oscuridad encuentran su verdadero hogar —respondió Vladislaus—. Aquí, el amor y el terror son una misma cosa, y la eternidad es nuestro regalo y nuestra maldición.
Isabella sintió un escalofrío al escuchar esas palabras. ¿Había cometido un error al seguir al conde? Pero antes de que pudiera reflexionar más, Vladislaus la llevó a una gran sala donde un trono de huesos se alzaba en el centro.
—Siéntate a mi lado, mi reina —dijo, señalando un trono más pequeño junto al suyo.
Isabella obedeció, sintiendo el frío de los huesos bajo su piel. Vladislaus se sentó en su trono y la miró con una intensidad que la hizo temblar.
—Ahora, mi querida Isabella, es hora de que conozcas a los habitantes de nuestro reino —dijo, levantando una mano.
De las sombras surgieron figuras espectrales, hombres y mujeres de una belleza inquietante, con ojos que brillaban como brasas. Se acercaron a Isabella, susurrando palabras en un idioma antiguo que ella no podía entender.
—Son mis súbditos, los condenados que han jurado lealtad a nuestra causa —explicó Vladislaus—. Y tú, Isabella, serás su reina.
Isabella sintió que el pánico comenzaba a apoderarse de ella. Quería huir, escapar de ese lugar de pesadilla, pero sabía que no había vuelta atrás. Había hecho su elección y ahora debía enfrentarse a las consecuencias.
—¿Qué debo hacer? —preguntó, su voz temblando.
—Debes aceptar la oscuridad en tu corazón y abrazar tu nuevo destino —respondió Vladislaus—. Solo entonces podrás gobernar este reino junto a mí.
Isabella cerró los ojos, tratando de encontrar la fuerza para aceptar su destino. Sentía el peso de las miradas de los condenados sobre ella, susurrando palabras de aliento y tentación. Finalmente, abrió los ojos y miró a Vladislaus.
—Acepto —dijo, su voz firme.
Vladislaus sonrió y se inclinó hacia ella, sus labios rozando su cuello. Isabella sintió un dolor agudo cuando los colmillos del conde penetraron su piel, pero el dolor pronto fue reemplazado por una sensación de euforia y poder. La oscuridad la envolvió, llenándola de una energía que nunca había conocido.
Cuando Vladislaus se apartó, Isabella ya no era la misma. Sus ojos brillaban con una luz roja y su piel tenía un tono pálido y marmóreo. Se levantó del trono y miró a los condenados que la rodeaban.
—Soy vuestra reina —dijo, su voz resonando con autoridad—. Y juntos, gobernaremos este reino de oscuridad y terror.
Los condenados aplaudieron y vitorearon, aceptando a Isabella como su nueva soberana. Vladislaus la miró con orgullo y satisfacción, sabiendo que había encontrado a su compañera eterna.
Sin embargo, a medida que pasaban los días, Isabella comenzó a darse cuenta de la verdadera naturaleza de su nuevo reino. La eternidad, que al principio parecía un regalo, pronto se convirtió en una carga insoportable. Los días se desvanecían en una monotonía de sangre y sombras, y el amor que sentía por Vladislaus se transformó en una prisión de terror y desesperación.
Una noche, mientras caminaba por los oscuros pasillos del castillo, Isabella se encontró con una figura encadenada en una celda. Era un hombre joven, con ojos que reflejaban una mezcla de dolor y esperanza.
—¿Quién eres? —preguntó Isabella, acercándose a la celda.
—Soy Marcus, un prisionero de este reino maldito —respondió el hombre—. ¿Eres la nueva reina?
Isabella asintió, sintiendo una punzada de culpa. ¿Cuántos más como Marcus estaban atrapados en ese lugar?
—Debes ayudarme a escapar —dijo Marcus, su voz llena de urgencia—. Este lugar es una trampa, y Vladislaus es el carcelero.
Isabella dudó, pero algo en la mirada de Marcus la convenció de que debía intentarlo. Esa misma noche, mientras Vladislaus dormía, Isabella liberó a Marcus y juntos intentaron escapar del castillo. Sin embargo, las sombras parecían tener vida propia, bloqueando su camino y alertando a Vladislaus.
—¡Isabella! —gritó el conde, su voz resonando en los pasillos—. ¡No puedes escapar de tu destino!
Isabella y Marcus corrieron, pero finalmente fueron rodeados por los condenados. Vladislaus apareció ante ellos, su rostro una máscara de furia.
—Traicionaste mi amor, Isabella, y ahora pagarás el precio —dijo, levantando una mano.
Antes de que Isabella pudiera reaccionar, Vladislaus la golpeó con una fuerza sobrenatural, enviándola al suelo. Marcus intentó defenderla, pero fue rápidamente sometido por los condenados.
—Tu destino es estar a mi lado, Isabella, y no hay escape de este reino de los condenados —dijo Vladislaus, acercándose a ella.
Isabella sintió la desesperación apoderarse de su corazón. Sabía que no había escapatoria, que estaba atrapada en ese reino oscuro para siempre. Con lágrimas en los ojos, miró a Vladislaus y aceptó su destino una vez más.
—Lo siento, Marcus —susurró, antes de ser arrastrada de regreso al castillo.
Vladislaus la llevó de vuelta al trono de huesos y la obligó a sentarse a su lado. Los condenados vitorearon, celebrando el regreso de su reina. Isabella cerró los ojos, sintiendo el peso de la eternidad sobre sus hombros.
Y así, en el reino de los condenados, Isabella se convirtió en la reina de las sombras, atrapada en un ciclo eterno de amor y terror, sin esperanza de redención.