Era una vez, en un bosque lleno de colores y sonidos, una pequeña serpiente llamada Tito. Tito era una serpiente muy traviesa, con escamas verdes y amarillas que brillaban bajo el sol. A Tito le encantaba deslizarse entre las hojas y jugar con sus amigos, pero había algo que siempre le preocupaba.
Un día, mientras jugaba con sus amigos, una rana llamada Rita le dijo: “¡Mira, Tito! ¡Yo puedo saltar muy alto! ¡Mira cómo brinco!” Y Rita saltó y saltó, haciendo que todos aplaudieran. Tito la miró y sintió un cosquilleo en su pancita. “Me gustaría tener patas como tú, Rita. Así podría saltar también”, pensó.
Esa noche, mientras Tito se acomodaba en su cama de hojas, no podía dejar de pensar en las patas. “Si tuviera patas, podría correr rápido, jugar a las escondidas y hacer muchas cosas divertidas”, murmuró. Y así, Tito se quedó dormido soñando con patas largas y fuertes.
Al día siguiente, Tito decidió que tenía que hacer algo al respecto. Se fue a ver a su amigo el pájaro Pipo. “¡Pipo! ¿Cómo puedo conseguir patas como las tuyas?” preguntó Tito con entusiasmo.
Pipo, que estaba picoteando unas semillas, se detuvo y miró a Tito. “Pero, Tito, tú eres una serpiente. ¡No necesitas patas! Eres rápido y ágil como eres”, dijo Pipo.
“Pero yo quiero saltar y correr como tú”, insistió Tito, moviendo su cola de un lado a otro.
“¿Por qué no intentas hacer lo que haces mejor? ¡Eres una serpiente, Tito! ¡Deslízate con gracia!”, le sugirió Pipo.
Tito pensó un momento. “Tal vez tengas razón, Pipo. Pero aún quiero patas”, respondió, algo desanimado.
Decidido a conseguir patas, Tito fue a ver a la tortuga Tula, que siempre tenía buenos consejos. “Tula, ¿puedes ayudarme a conseguir patas?” preguntó Tito.
Tula levantó la cabeza lentamente y sonrió. “Querido Tito, yo tengo patas, pero no puedo correr ni saltar como tú. Cada uno tiene sus propias habilidades. ¿Por qué no intentas mostrarme lo que puedes hacer?” propuso Tula.
Tito, un poco confundido, dijo: “Pero yo quiero patas, Tula. Quiero ser como los demás”.
“Vamos, Tito. Deslízate para mí. ¡Quiero verte!” animó Tula.
Tito tomó una profunda respiración y comenzó a deslizarse por el suelo. Se movía rápido, haciendo zigzagueos entre las hojas. “¡Mira, Tula! ¡Soy rápido!” exclamó Tito, con una gran sonrisa.
“¡Eso es maravilloso, Tito! ¡Eres muy ágil!”, aplaudió Tula. “No necesitas patas para ser especial. Eres perfecto como eres”.
Tito se sintió un poco mejor, pero aún deseaba tener patas. Así que decidió visitar al viejo búho Óscar, que sabía muchas cosas. “Óscar, ¿puedes darme patas?” preguntó Tito con esperanza.
Óscar, que estaba en su rama, se rió suavemente. “Tito, querido, las patas no te harán más feliz. Mírate: tienes un cuerpo que puede deslizarse y moverse de maneras que otros no pueden. ¡Eres único!”, dijo el búho.
“Pero quiero ser como los demás”, insistió Tito.
“Escucha, Tito. La verdadera felicidad está en aceptar quién eres. Las serpientes son especiales, y tú eres una de ellas. ¡Celebra tus escamas brillantes y tu forma de deslizarte!”, aconsejó Óscar.
Tito se sentó a pensar. “¿De verdad soy especial?” preguntó.
“Claro que sí. Cada uno de nosotros tiene algo único. ¡Y tú eres el mejor deslizador de todo el bosque!”, respondió Óscar.
Esa noche, Tito miró al espejo de agua y vio su reflejo. “Soy Tito, la serpiente traviesa”, se dijo a sí mismo. “Y no necesito patas para ser feliz”.
Desde entonces, Tito dejó de preocuparse por las patas. Aprendió a deslizarse más rápido, a jugar a las escondidas y a disfrutar de cada día en el bosque. Y siempre recordaba lo que le dijo Óscar: “Eres único, Tito, y eso es lo que te hace especial”.
Y así, Tito vivió feliz, deslizándose entre las hojas y disfrutando de la vida tal como era. Fin.