La noche caía sobre la ciudad como un manto oscuro, y las luces del museo parpadeaban en la distancia, proyectando sombras alargadas que danzaban sobre la acera. El guardia nocturno, Tomás, se ajustó el gorro y respiró hondo. Había aceptado el trabajo sin pensar en las historias que circulaban sobre el museo. Se decía que las almas de los antiguos habitantes del lugar aún vagaban por sus pasillos, atrapadas entre la vida y la muerte.
—No te preocupes, Tomás —se dijo a sí mismo—. Solo es un trabajo. Solo es un museo.
Al entrar, el silencio lo envolvió como un abrazo helado. Las paredes estaban adornadas con retratos de personajes que parecían observarlo, sus ojos vacíos llenos de secretos. La primera sala albergaba una colección de momias, envueltas en vendajes amarillentos. Tomás se detuvo frente a una de ellas, una figura de rostro descompuesto y mirada penetrante.
—Es solo un trozo de tela y hueso —murmuró, intentando convencerse.
Sin embargo, algo en el aire cambió. Un susurro apenas audible se deslizó entre las sombras. Tomás se giró, pero no había nadie. Los relatos que había escuchado comenzaban a atormentarlo. Se acercó a la recepción y encendió una lámpara de escritorio. La luz temblorosa iluminó su rostro, revelando una expresión de inquietud.
—¿Qué estás haciendo, Tomás? —se preguntó—. Solo son historias.
Con el sonido de sus pasos resonando en el suelo de mármol, se dirigió a la sala de las momias. El reloj de la entrada marcaba la medianoche. Tomás se detuvo frente a una vitrina, donde una momia de aspecto aún más desgastado lo miraba fijamente. Era como si, a través de los vendajes, pudiera sentir su aliento helado.
—Esta noche será larga —susurró, intentando mantener el humor—. Solo yo y los muertos.
De repente, un ruido sordo resonó en el fondo de la sala. Tomás se sobresaltó, su corazón se aceleró. _“Solo el viento”, se dijo, pero su voz temblorosa no le convenció. Decidió investigar.
Al avanzar, el aire se tornó más frío, como si algo lo estuviera observando. Las sombras parecían moverse, y cada paso que daba resonaba como un eco de advertencia. Cuando llegó a la última vitrina, la luz parpadeó y se apagó. La oscuridad lo envolvió por completo.
—¡Hola! —gritó, intentando romper el silencio opresivo—. ¿Hay alguien ahí?
No hubo respuesta. Solo el sonido de su respiración entrecortada. En ese momento, una risa distante resonó en el aire. No era una risa humana, sino un eco de locura que lo atravesó como un rayo.
—Esto no es real —se dijo, pero su voz sonaba lejana, como si estuviera atrapado en un sueño.
Tomás encendió su linterna, iluminando la sala. Las momias parecían estar en la misma posición, pero algo en su interior le decía que no estaba solo. La luz titilante proyectó sombras danzantes en las paredes, y en un instante, algo se movió en el rincón de su ojo. Se giró rápidamente, pero no había nada. O eso pensó.
Decidió regresar a la recepción, cuando un susurro helado rasgó el aire.
—Tomás…
Se detuvo en seco. La voz era suave, casi melodiosa. Se acercó a la fuente del sonido, sintiendo que su corazón latía con fuerza.
—¿Quién está ahí? —preguntó, aunque sabía que no había respuesta.
La voz resonó de nuevo, esta vez más cerca.
—Tomás… ven…
Aterrorizado, pero también intrigado, siguió el sonido hasta una sala oscura al final del pasillo. La puerta estaba entreabierta, y un leve resplandor dorado se filtraba por la rendija. Tomás empujó la puerta, y un aire cálido lo envolvió.
La sala estaba llena de objetos antiguos y extraños, cada uno más inquietante que el anterior. En el centro, una figura se alzaba: una mujer de aspecto etéreo, con una piel pálida y ojos que brillaban como estrellas.
—¿Quién eres? —preguntó Tomás, sintiendo una mezcla de miedo y fascinación.
—Soy la guardiana de las almas perdidas —respondió la mujer, su voz un susurro que parecía fluir como agua—. He estado esperando tu llegada.
—¿Esperando… mi llegada? —balbuceó él, sintiendo que el suelo se desvanecía bajo sus pies.
—Sí, Tomás. Eres el elegido. Cada noche, las almas de aquellos que han sido olvidados buscan un nuevo hogar. Pero solo uno puede ser liberado.
Tomás sintió un escalofrío recorrer su espalda. _“Esto no puede ser real”, pensó. Sin embargo, la mirada de la mujer lo mantenía cautivo.
—¿Liberado? ¿De qué? —preguntó, tratando de mantener la calma.
—De su sufrimiento. Las momias que ves son solo un eco de lo que fueron. Cada una tiene una historia que contar, un dolor que liberar. Pero tú, Tomás, puedes elegir a uno.
—¿Y qué pasa con los demás? —su voz temblaba—. ¿Qué les sucederá?
La mujer sonrió con tristeza.
—Se quedarán aquí, atrapados en su dolor, hasta que alguien los elija.
Tomás sintió una presión en su pecho. La responsabilidad era abrumadora. Miró a su alrededor, las momias parecían cobrar vida en su mente, cada una con un pasado trágico. ¿Podría ser él quien decidiera el destino de un alma?
—No sé si puedo hacer esto —dijo, su voz apenas un susurro.
—Tienes que hacerlo. Es tu destino.
De repente, un grito desgarrador resonó en la sala. Tomás se giró hacia la dirección del sonido, y vio a una de las momias, la que había estado observando antes, moverse lentamente. Sus vendajes se deshicieron, revelando una piel desgastada y ojos vacíos que reflejaban un profundo sufrimiento.
—¡Ayúdame! —gritó la momia, su voz llena de desesperación—. ¡No puedo seguir así!
Tomás sintió que su corazón se hundía. La realidad de la situación lo golpeó con fuerza. No podía ignorar el sufrimiento de esa alma.
—¿Qué debo hacer? —preguntó, sintiendo que su voluntad se desvanecía.
—Elige —dijo la mujer, su voz suave pero firme—. Elige a quien liberar.
Tomás se sintió abrumado. Cada momia parecía gritar su nombre, cada historia era un eco de dolor. Se acercó a la momia que había gritado, su mirada llena de angustia.
—¿Por qué no puedo liberarte? —preguntó, sintiendo que las lágrimas amenazaban con brotar.
—Porque no soy la que necesitas elegir —respondió la momia, su voz ahora un susurro—. Hay alguien más que necesita tu ayuda.
Tomás se detuvo, confuso. ¿Quién más? Miró a su alrededor, y entonces lo vio: una momia en la esquina, más alejada que las demás, con un aire de tristeza que lo atrapó. Se acercó, sintiendo que algo en su interior lo guiaba.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó, su voz temblorosa.
La momia levantó la vista, y Tomás sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.
—Porque fui olvidada —respondió—. Y ahora, estoy atrapada en este lugar.
Tomás sintió una punzada de dolor. La elección era suya. Se volvió hacia la mujer.
—¿Puedo elegirla? —preguntó, sintiendo que su corazón latía con fuerza.
—Sí —respondió la mujer—. Pero ten cuidado. Una vez que elijas, no habrá vuelta atrás.
Tomás cerró los ojos, sintiendo el peso de la decisión. La responsabilidad lo abrumaba. Con un profundo suspiro, abrió los ojos y miró a la momia.
—Te elijo —dijo, su voz resonando en la sala.
En ese instante, una luz brillante llenó la habitación. La momia comenzó a desvanecerse, y Tomás sintió una oleada de alivio. Pero, en su interior, algo comenzó a cambiar. La oscuridad lo envolvió.
—Has liberado un alma, pero has tomado su lugar —susurró la mujer, su voz ahora un eco distante—. Ahora, estás atrapado aquí, en el museo de las almas perdidas.
Tomás sintió que su cuerpo se desvanecía. La luz se desvaneció, y el frío lo envolvió. La risa distante resonó de nuevo, esta vez más fuerte.
—¡No! —gritó, pero su voz se perdió en la oscuridad.
Cuando la luz regresó, el museo estaba en silencio. La mujer sonrió, y las momias volvieron a su estado original, atrapadas en sus vendajes. La sala estaba vacía, excepto por una figura más: Tomás, ahora convertido en una momia, con los ojos vacíos que reflejaban un profundo sufrimiento.
La noche continuaba, y el museo seguía esperando a su próximo guardia.