La casa de la colina se alzaba imponente contra el cielo estrellado, como un viejo guerrero que había vivido mil batallas. Sus ventanas, cubiertas de polvo y telarañas, parecían ojos apagados que observaban el mundo desde la distancia. Era el lugar perfecto para una noche de aventuras y risas, o al menos eso pensaron Clara, Javier, Sofía y Martín al llegar.
“¿Estás seguro de que es aquí?” preguntó Sofía, frunciendo el ceño mientras miraba la casa. “Se ve… horrible.”
“Vamos, Sofía. Es solo una casa vieja. Lo divertido es lo que vamos a hacer dentro,” respondió Javier, con una sonrisa desafiante.
Clara, que llevaba una linterna en la mano, asintió. “Además, hemos venido a explorar, no a juzgar. ¿Quién sabe qué secretos guarda este lugar?”
Martín, que había estado callado, finalmente habló. “¿Secretos? ¿Como los que se cuentan en las leyendas? ¿Sobre espíritus y cosas así?” Su tono era burlón, pero había un destello de inquietud en sus ojos.
“Exactamente. Y si nos encontramos con algún fantasma, ¡será una gran historia para contar!” Clara rió, aunque su risa sonó un poco forzada.
Entraron en la casa, y el crujir de las tablas del suelo resonó como un eco en la oscuridad. La linterna iluminó las sombras, revelando muebles cubiertos de sábanas blancas, como si los objetos estuvieran en un sueño profundo.
“¿Qué es esto?” preguntó Sofía, levantando una de las sábanas. “¿Un museo de antigüedades?”
“Más bien un cementerio de recuerdos,” dijo Martín, mientras examinaba un viejo retrato en la pared. La imagen mostraba a una mujer de mirada triste, con un vestido de época. “¿Quién crees que era?”
“Probablemente la dueña de la casa,” sugirió Clara. “Dicen que se volvió loca después de perder a su familia en un accidente.”
“Genial, ahora estamos en la casa de una loca,” murmuró Sofía, pero su curiosidad era más fuerte que su miedo.
Mientras exploraban, comenzaron a escuchar susurros lejanos, casi imperceptibles. “¿Escucharon eso?” preguntó Javier, deteniéndose en seco.
“Solo es el viento,” dijo Martín, intentando restarle importancia.
“No, no era el viento. Era… como un murmullo,” insistió Sofía, su voz temblando ligeramente.
“Vamos a ver,” propuso Clara, avanzando hacia el pasillo oscuro. La linterna iluminó un marco de puerta que parecía llevar a un sótano. Las voces se hicieron más claras, un canto melodioso que resonaba en el aire.
“Esto no me gusta,” dijo Sofía, retrocediendo un paso. “Deberíamos irnos.”
“¿Y perder la oportunidad de descubrir algo increíble? No, gracias,” respondió Javier, acercándose al umbral. “Voy a mirar.”
“Espera, Javier,” gritó Clara, pero ya era demasiado tarde. Él bajó las escaleras, y el eco de su voz se desvaneció en la oscuridad.
Con un suspiro, Clara y los demás lo siguieron. Al llegar al fondo, se encontraron en una habitación pequeña, llena de polvo y telarañas. En el centro, había un viejo piano, sus teclas amarillentas y desgastadas.
“¿Un piano en un sótano? ¿Quién lo haría?” preguntó Martín, mirando a su alrededor.
Javier se acercó al piano y, con un dedo, tocó una tecla. El sonido resonó, y las voces volvieron a elevarse, más fuertes, más claras. “¿Escuchan? Es como si el piano estuviera… llamándonos,” dijo, casi hipnotizado.
“Esto es rarísimo,” murmuró Sofía, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.
“Vamos a tocar algo,” sugirió Clara, acercándose. “Tal vez si tocamos una melodía, podamos entender lo que dicen.”
Javier se hizo a un lado, y Clara comenzó a tocar una suave melodía. Las voces se mezclaron con la música, creando una armonía inquietante. Pero, a medida que tocaba, la atmósfera en la habitación cambió. Las sombras parecían moverse, danzando al ritmo de la melodía.
“Clara, para,” dijo Martín, su voz temblando. “Esto no se siente bien.”
“Solo un poco más,” respondió ella, atrapada en el momento. Pero de repente, las voces comenzaron a gritar, un coro de lamentos que resonó en sus oídos.
“¡Clara, detente!” gritó Javier, pero era demasiado tarde. Las luces de la linterna comenzaron a parpadear, y la habitación se llenó de un frío penetrante.
Las puertas se cerraron de golpe, y un viento helado recorrió el sótano. Las voces se convirtieron en un grito ensordecedor, y los cuatro amigos se miraron aterrorizados.
“¿Qué hemos hecho?” murmuró Sofía, mientras las sombras se acercaban a ellos, formando figuras indistintas.
“¡Salgan de aquí!” gritó Martín, empujando a los demás hacia la puerta. Pero las sombras los rodeaban, y las voces se hacían cada vez más fuertes.
“¡Ayuda!” clamó Clara, pero su voz se perdió en el caos. Las sombras parecían estar tomando forma, revelando rostros distorsionados, llenos de angustia.
“¡No podemos quedarnos aquí!” dijo Javier, mientras luchaba por abrir la puerta. Finalmente, con un empujón, logró abrirla, y todos se lanzaron hacia el pasillo.
Corrieron escaleras arriba, el eco de sus pasos resonando en la casa. Las voces seguían a sus espaldas, susurrando secretos olvidados. “No podemos dejar que nos atrapen,” dijo Sofía, casi sin aliento.
“¿Adónde vamos?” preguntó Martín, su rostro pálido.
“Al ático. Tal vez desde allí podamos salir por una ventana,” sugirió Clara, liderando el camino. Subieron las escaleras con la adrenalina corriendo por sus venas.
Al llegar al ático, se encontraron con un espacio lleno de cajas y objetos cubiertos de polvo. “¡Rápido, busquen una ventana!” gritó Javier, mientras las sombras se acercaban lentamente.
Clara se acercó a una ventana y la abrió de golpe. “¡Aquí, ayúdenme!” gritó, pero las sombras ya estaban en la habitación, susurrando palabras incomprensibles.
“¡No! ¡No pueden atraparnos!” dijo Martín, mientras intentaba empujar a las sombras con sus manos.
“¡Clara, salta!” ordenó Javier, y ella no dudó. Se lanzó por la ventana, aterrizando en el césped húmedo.
“¡Sofía, ahora tú!” gritó, mientras la sombra más cercana se abalanzaba sobre ella.
Sofía se lanzó también, y luego Martín siguió. Javier fue el último, pero cuando estaba a punto de saltar, una sombra lo agarró por el brazo.
“¡Javier!” gritaron sus amigos, pero él no podía liberarse. Las voces se hicieron más fuertes, y en un último esfuerzo, gritó: “¡Vayan! ¡No puedo salir!”
Clara, Sofía y Martín cayeron al suelo, mirándose con horror. “No podemos dejarlo,” dijo Sofía, lágrimas en los ojos.
“Si regresamos, también nos atraparán,” respondió Clara, sintiendo el dolor en su pecho. “Debemos irnos.”
Con el corazón roto, comenzaron a correr, alejándose de la casa de la colina. Las voces se desvanecieron poco a poco, pero el eco de la angustia de Javier quedó grabado en sus mentes.
Al llegar al pueblo, se detuvieron, exhaustos y temblando. “¿Qué fue eso?” preguntó Martín, mirando hacia atrás, como si esperara ver a Javier salir corriendo tras ellos.
“No lo sé,” respondió Clara, sintiendo que el peso de la culpa la aplastaba. “Pero no podemos hablar de esto. Nadie nos creería.”
Sofía asintió, secándose las lágrimas. “Pero no podemos olvidar. No podemos dejar que su sacrificio sea en vano.”
“Prometamos que volveremos a buscarlo,” dijo Martín, su voz firme. “No podemos dejarlo allí.”
Y así, con el corazón lleno de dolor y la promesa de regresar, se alejaron de la casa de la colina, donde las voces del más allá aún susurraban entre las sombras, esperando a que alguien más se atreviera a desenterrar sus secretos.