El niño que no tenía reflejo
—Mamá, ¿por qué no me veo? —preguntó David, con su voz temblorosa, mientras miraba fijamente el espejo del pasillo. Su madre, con una sonrisa nerviosa, intentó restarle importancia.
—Es solo un juego de luces, cariño. Ven, vamos a cenar.
Pero David no se movió. Su imagen reflejada no estaba allí, y la sensación de vacío en su pecho crecía. Esa noche, mientras la familia cenaba, el niño comenzó a murmurar palabras extrañas, un susurro que helaba la sangre.
—David, ¿qué dices? —interrumpió su padre, frunciendo el ceño.
—No lo entienden… —respondió, con una mirada distante. Su voz se tornó más profunda—. Ellos están aquí.
La atmósfera se volvió densa, como si la casa misma contuviera la respiración. Los objetos comenzaron a temblar, y un frío antinatural se apoderó del lugar. La madre sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—David, eso no es gracioso. ¡Deja de jugar! —gritó, pero el niño solo sonrió, mostrando una mueca que no parecía humana.
Esa noche, el silencio se instaló en la casa. Los padres, inquietos, decidieron revisar el cuarto de David. Al abrir la puerta, encontraron al niño sentado en el suelo, rodeado de sombras que danzaban a su alrededor.
—David, ¿qué has hecho? —preguntó su madre, asustada.
—Ellos son mis amigos. No necesito un reflejo para verlos —respondió, y en ese instante, las sombras se abalanzaron sobre sus padres, llevándolos a la oscuridad.
Al amanecer, la casa estaba vacía. Solo el eco de una risa infantil resonaba en el aire. David, con una mirada vacía, se acercó al espejo una vez más. No había nadie más en el reflejo.