Había una vez un patito que nació en un hermoso lago. Desde el primer día, todos los demás animales lo miraban con desdén. Era diferente, tenía plumas grises y un cuerpo más grande que el de sus hermanos. “¡Mira cómo nada ese patito torpe!” decía la rana, mientras saltaba de una hoja a otra.
Un día, mientras el patito nadaba solo, se acercó a una tortuga sabia. “¿Por qué todos me miran así?” preguntó el patito con tristeza. La tortuga sonrió y le respondió: “A veces, lo que importa no es lo que se ve en el exterior, sino lo que llevamos dentro”.
El patito siguió nadando, pero no podía evitar sentirse solo. “¡No quiero ser diferente!” exclamó. Y así, decidió alejarse del lago. Caminó por prados y bosques, buscando un lugar donde lo aceptaran.
Un día, llegó a un claro donde unos animales estaban jugando. “¡Ven a jugar con nosotros!” gritó un pequeño conejo. Pero cuando el patito se acercó, todos se rieron de él. “¡Eres muy feo para jugar!” dijeron. Triste, el patito se alejó y se sentó bajo un árbol.
Pasaron los días y el patito siguió creciendo. Un día, al mirarse en el agua, notó algo extraño. “¿Qué es eso?” se preguntó. Sus plumas grises estaban cambiando. ¡Se estaban volviendo blancas y suaves! El patito no podía creerlo.
Decidido a ver qué estaba pasando, nadó hacia el lago donde había nacido. Cuando llegó, todos los animales se quedaron boquiabiertos. “¡Mira, es el patito que se fue!” dijo la rana, sorprendida. “Pero… ¡es un cisne hermoso!” añadió la tortuga.
“Siempre fui diferente, pero ahora sé que eso es algo especial”, dijo el cisne con una sonrisa. “No importa cómo nos veamos, lo que importa es ser quienes somos”.
Desde ese día, el cisne nadó feliz en el lago, rodeado de amigos que lo aceptaban por lo que era. Y así, el patito que una vez fue despreciado, se convirtió en el más hermoso de todos, recordando siempre las palabras de la tortuga sabia. “La belleza está en el corazón”.