La tormenta se desataba con furia en el bosque, haciendo que los árboles se retorcieran como si intentaran escapar de su propio destino. El cielo, cubierto de nubes oscuras, iluminaba de vez en cuando la noche con destellos de relámpagos que parecían rasgar el aire. En medio de este caos natural, la familia Mendoza se apresuraba a encontrar refugio en una cabaña abandonada que habían avistado entre los árboles.
—¡Rápido, adentro! —gritó Javier, el padre, mientras sostenía a su hija pequeña, Valentina, en brazos. Su esposa, Clara, lo seguía de cerca, con el rostro pálido por el miedo y la tensión.
Una vez dentro, el ambiente era frío y húmedo. Las paredes de madera crujían con el viento, y el olor a moho invadía el aire. Javier encendió una linterna, iluminando el interior polvoriento y desordenado. Muebles viejos estaban cubiertos de sábanas blancas, como si estuvieran esperando a ser despertados de un largo sueño.
—Esto no es un lugar muy acogedor —murmuró Clara, mirando alrededor con desconfianza.
—Es solo una tormenta, cariño. Estaremos bien aquí hasta que pase —respondió Javier, tratando de infundirle confianza.
Valentina, que había estado en silencio, empezó a jugar con una pequeña muñeca que encontró en el suelo. Su risa, aunque tierna, resonó de manera inquietante en aquel lugar sombrío.
—Papá, ¿puedo jugar con la muñeca? —preguntó, sosteniéndola con ambas manos.
—No creo que sea una buena idea, Valentina —dijo Clara, acercándose a su hija—. Esa muñeca parece… extraña.
Pero Valentina ya había comenzado a hablarle a la muñeca, como si estuviera viva. “¿Te llamas como yo?” dijo, con una voz suave y melodiosa.
Javier y Clara intercambiaron miradas preocupadas. La tormenta rugía afuera, y el viento aullaba como un lobo hambriento. Cada trueno parecía acercarse más, haciendo vibrar las ventanas de la cabaña.
—Voy a buscar algo para hacer fuego —anunció Javier, tratando de distraerse. Se adentró en la cocina, donde encontró viejas astillas de madera y un fósforo.
Mientras él luchaba por encender el fuego, Clara se acercó a su hija.
—Valentina, cariño, ¿qué estás haciendo? —preguntó, notando que su hija seguía hablando con la muñeca.
—Ella dice que tiene un amigo —respondió Valentina, con los ojos brillantes—. Un duende que vive aquí.
Clara sintió un escalofrío recorrer su espalda. “Un duende”. Esa palabra resonaba en su mente como un eco aterrador.
—No le hagas caso, Valentina. Es solo un cuento —dijo, intentando mantener la calma.
Pero Valentina sonrió, como si supiera algo que su madre no.
—Ella dice que le gusta la tormenta. Que le gusta el ruido. Que le gusta que vengamos aquí.
Javier logró encender el fuego, y la luz danzante llenó la habitación de sombras inquietantes. La atmósfera se tornó aún más tensa, y el sonido de la tormenta parecía amplificarse, como si el mundo exterior estuviera colapsando.
—¿Qué dices, Clara? —preguntó Javier, volviendo al salón—. ¿Todo bien?
Clara asintió, pero su mirada seguía fija en Valentina, que ahora estaba sentada en el suelo, murmurando palabras incomprensibles.
—Valentina, cariño, ven aquí —dijo Clara, tratando de atraerla hacia ella.
La niña levantó la vista, y sus ojos parecían más oscuros, más profundos. “Ella dice que está enojada”.
Javier frunció el ceño.
—¿Enojada? ¿Por qué?
—Porque la despertamos. La tormenta la ha despertado —respondió Valentina, con una voz que sonaba extraña, casi como un susurro.
De repente, un fuerte golpe resonó en el techo. La familia se sobresaltó, y el fuego parpadeó.
—¿Qué fue eso? —preguntó Clara, aterrorizada.
—Probablemente solo el viento —dijo Javier, aunque su voz temblaba un poco.
Pero el golpe se repitió, esta vez más fuerte.
—No es el viento —murmuró Clara, con los ojos muy abiertos—. Hay algo aquí.
Valentina se levantó y caminó hacia la puerta, como si alguien la estuviera llamando.
—Valentina, ¡no! —gritó Javier, pero ya era demasiado tarde. La niña abrió la puerta de golpe, y un viento helado entró en la cabaña.
—¡Valentina! —Clara corrió tras ella, pero la niña ya estaba afuera, mirando al bosque oscuro.
—Ella dice que venga —dijo Valentina, con una sonrisa perturbadora.
Javier y Clara se acercaron a su hija, tratando de arrastrarla de vuelta.
—No, cariño, no debemos salir —dijo Javier, con voz firme.
Pero Valentina no parecía escuchar. Sus ojos estaban fijos en un punto en el bosque, donde la oscuridad parecía cobrar vida.
Entonces, un susurro llegó a sus oídos, suave y seductor. “Ven… ven a jugar…”
—¿Lo escuchas? —preguntó Valentina, girando su cabeza hacia sus padres—. Ella dice que hay juegos.
—No, Valentina. ¡Regresa! —gritó Clara, asustada.
De repente, una sombra se deslizó entre los árboles, una figura pequeña y retorcida, con ojos brillantes que reflejaban la luz del relámpago.
—¡Es un duende! —exclamó Valentina, emocionada—. ¡Mira, mamá!
Javier y Clara se miraron, el terror apoderándose de ellos.
—¡Valentina, ven aquí! —gritó Javier, pero la niña ya había comenzado a correr hacia la sombra.
—¡NO! —gritó Clara, corriendo tras ella.
Pero el duende, con una risa burlona, desapareció entre los árboles, llevando a Valentina con él.
Javier y Clara se quedaron paralizados, el miedo congelando sus cuerpos.
—¿Qué hacemos? —preguntó Clara, con lágrimas en los ojos.
—Debemos buscarla —dijo Javier, con determinación—. ¡Ven!
Ambos se adentraron en el bosque, el viento aullando a su alrededor. Cada paso que daban parecía llevarlos más profundo en la oscuridad. La tormenta rugía con más fuerza, y el suelo estaba cubierto de barro y hojas caídas.
—Valentina, ¡responde! —gritó Clara, su voz resonando en la penumbra.
Pero solo el eco de su propio grito les respondió.
De repente, el susurro regresó, más fuerte, más insistente. “Ven… ven a jugar…”
—¿Qué es eso? —preguntó Clara, temblando.
—No lo sé, pero debemos seguir adelante —respondió Javier, tratando de mantener la calma.
Finalmente, llegaron a un claro iluminado por un rayo. Allí, en el centro, estaba Valentina, rodeada de pequeñas figuras que danzaban a su alrededor. Eran duendes, sus rostros deformes iluminados por una luz sobrenatural.
—¡Valentina! —gritó Clara, corriendo hacia su hija.
Pero los duendes se giraron, sus ojos brillando con malicia.
—No puedes llevarla —dijo uno, su voz como el crujir de ramas secas—. Ella es nuestra ahora.
—¡No! —gritó Javier, mientras intentaba alcanzar a Valentina—. ¡Regresa!
Valentina se volvió hacia ellos, su rostro iluminado por una sonrisa de felicidad.
—¡Mamá, papá! ¡Estoy jugando! —exclamó, como si todo fuera un juego.
—¡Valentina, ven aquí! —suplicó Clara, pero la niña no parecía escuchar.
Los duendes comenzaron a reír, una risa que resonaba en el aire como un eco ominoso.
—Ella pertenece a la tormenta ahora —dijo otro duende, su voz un susurro helado—. La hemos despertado, y ahora no hay vuelta atrás.
De repente, un trueno retumbó, y el cielo se iluminó con un destello de luz. Javier y Clara sintieron un escalofrío recorrer sus cuerpos.
—¡Valentina! —gritó Javier, pero era inútil. La tormenta había cobrado vida, y los duendes danzaban, llevando a su hija con ellos.
—¡No! —Clara cayó de rodillas, el horror apoderándose de ella.
Los duendes comenzaron a desaparecer en la oscuridad, llevándose a Valentina con ellos. Su risa se desvaneció en el aire, y el bosque volvió a quedar en silencio.
Javier y Clara, atrapados en su desesperación, se dieron cuenta de que habían perdido a su hija. El viento aullaba alrededor de ellos, y la tormenta continuaba rugiendo, como si celebrara su victoria.
—No… no puede ser —murmuró Clara, mientras las lágrimas caían por su rostro.
—Debemos irnos —dijo Javier, con la voz quebrada—. No podemos quedarnos aquí.
Se dieron la vuelta, caminando lentamente de regreso a la cabaña, el eco de la risa de Valentina resonando en sus mentes. Cada paso que daban era un recordatorio de lo que habían perdido.
Cuando llegaron a la cabaña, la tormenta comenzó a calmarse, pero el vacío en sus corazones era insoportable. Clara se sentó en el suelo, abrazándose a sí misma mientras Javier miraba hacia la puerta, esperando que su hija regresara.
—La tormenta la ha reclamado —susurró Clara, su voz un eco de desesperanza.
Javier asintió, sintiendo el peso de la pérdida. “Nunca debimos haber venido aquí”, pensó, mientras el viento seguía susurrando entre los árboles, como un recordatorio de que a veces, los cuentos de hadas son más oscuros de lo que parecen.