La lluvia caía sin piedad sobre el bosque, mientras Clara y Tomás se acercaban a la cabaña. Las leyendas hablaban de almas en pena que atormentaban a quienes se atrevían a entrar.
—¿Estás seguro de que queremos hacer esto? —preguntó Clara, su voz temblando.
—Vamos, solo es una historia. No hay nada que temer —respondió Tomás, aunque su mirada delataba su inquietud.
Al cruzar el umbral, un frío intenso los envolvió. La cabaña parecía respirar, sus paredes crujían como si estuvieran vivas.
—Mira, hay una silla mecedora —dijo Tomás, acercándose. La silla comenzó a moverse lentamente, como si alguien invisible la empujara.
Clara retrocedió, sintiendo que algo la observaba.
—Tomás… creo que deberíamos irnos.
Pero él la ignoró, fascinado por un retrato en la pared: una familia sonriente, con ojos que parecían seguirlos.
—¿Ves? No hay nada aquí —insistió, pero su voz se apagó al escuchar un susurro.
—No somos bienvenidos…
Clara dio un paso atrás, pero la puerta se cerró de golpe.
—¡Tomás! —gritó, mientras el aire se tornaba denso y pesado.
Los rostros del retrato comenzaron a distorsionarse, sus sonrisas se convirtieron en muecas de dolor.
—¡Ayúdanos! —clamaron a coro, sus voces un eco de sufrimiento.
Tomás, paralizado por el terror, sintió cómo unas manos frías lo sujetaban. Clara, desesperada, buscó una salida, pero las paredes parecían cerrarse a su alrededor.
—Tú eres la próxima —susurró una voz en su oído, y un escalofrío recorrió su espalda.
La cabaña tembló, y en un instante, Clara se dio cuenta de que ella no estaba sola. Las almas atrapadas habían encontrado una nueva víctima.
—Nunca saldrás de aquí —dijo Tomás, sus ojos vacíos mirándola, mientras su cuerpo se desvanecía en la penumbra.
La risa de las almas resonó en la cabaña, y Clara comprendió que la leyenda era cierta. Nunca se había tratado de un refugio; era una trampa.