Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de bosques, una antigua casa que todos conocían como «La Casa de los Juguetes Olvidados». Los niños del pueblo siempre se preguntaban qué había dentro, pero ninguno se atrevía a entrar. Se decía que, al caer la noche, los juguetes abandonados en el desván cobraban vida con intenciones siniestras.
Una tarde de otoño, tres amigos decidieron resolver el misterio. Marta, Luis y Ana eran conocidos por su valentía y curiosidad. Se reunieron en la plaza del pueblo y comenzaron a planear su aventura.
—¿Están seguros de que quieren hacer esto? —preguntó Marta, con un brillo de emoción y un toque de miedo en sus ojos.
—Claro que sí —respondió Luis, siempre el más valiente del grupo—. No podemos dejar que esta leyenda nos asuste para siempre.
Ana, la más sensata, añadió: —Pero debemos tener cuidado. No sabemos qué nos espera allí.
Con linternas en mano y mochilas llenas de provisiones, los tres amigos se dirigieron hacia la casa. La puerta principal estaba cerrada con candado, pero Luis había encontrado una ventana rota en la parte trasera durante una de sus exploraciones anteriores. Se colaron por la ventana y se encontraron en una sala polvorienta llena de muebles cubiertos con sábanas blancas.
—Esto es realmente espeluznante —susurró Ana, mientras su linterna iluminaba las sombras danzantes en las paredes.
—Vamos, el desván está por aquí —dijo Luis, señalando una escalera de caracol que crujía con cada paso.
Subieron con cuidado, tratando de no hacer ruido. Al llegar al desván, se encontraron con una puerta de madera vieja. Marta empujó la puerta, que se abrió con un chirrido inquietante. El desván estaba lleno de cajas y baúles, todos cubiertos de polvo y telarañas.
—Aquí es donde deben estar los juguetes olvidados —dijo Marta, avanzando con cautela.
De repente, escucharon un susurro. —¿Quién anda ahí? —La voz parecía provenir de una caja grande en la esquina.
—¿Lo escucharon? —preguntó Ana, temblando de miedo.
—Sí, pero no hay vuelta atrás ahora —dijo Luis, acercándose a la caja.
Con manos temblorosas, levantaron la tapa de la caja. Dentro, encontraron una colección de juguetes antiguos: muñecas de porcelana, ositos de peluche, trenes de hojalata y más. Pero algo no estaba bien. Los ojos de los juguetes parecían seguirlos.
—¿Por qué nos miran así? —preguntó Marta, dando un paso atrás.
Antes de que pudieran responder, las muñecas empezaron a moverse. Una de ellas, con un vestido azul y rizos dorados, se levantó y dijo con una voz chillona: —¡Bienvenidos a nuestra casa!
Los tres amigos se quedaron paralizados. Los juguetes comenzaron a rodearlos, sus sonrisas eran siniestras y sus ojos brillaban con una luz extraña.
—¿Qué quieren de nosotros? —preguntó Ana, tratando de mantener la calma.
—Queremos jugar —respondió un osito de peluche con una voz grave—. Hace mucho tiempo que no jugamos con nadie.
Luis, tratando de ganar tiempo, dijo: —¿Qué tipo de juego quieren jugar?
Las muñecas se miraron entre sí y una de ellas, con un vestido rojo, respondió: —Un juego de escondite. Si ganan, pueden irse. Si pierden… se quedarán con nosotros para siempre.
Los amigos no tenían otra opción. Aceptaron el desafío y las reglas fueron simples: tendrían cinco minutos para esconderse en la casa y los juguetes los buscarían. Si los encontraban, perderían.
—Buena suerte —dijo la muñeca de vestido azul, mientras los amigos corrían a esconderse.
Marta se escondió en un armario en el primer piso, Luis se metió debajo de una cama en una habitación oscura, y Ana encontró refugio detrás de unas cortinas en el salón. El tiempo pasó rápidamente y, antes de que se dieran cuenta, los juguetes empezaron a buscarlos.
Marta escuchó pasos acercándose y contuvo la respiración. La puerta del armario se abrió lentamente y una muñeca asomó la cabeza. —¡Te encontré! —gritó, arrastrando a Marta fuera del armario.
Luis, bajo la cama, vio cómo un tren de hojalata se acercaba y comenzaba a silbar. —¡Aquí estás! —dijo el tren, mientras unos pequeños soldados de juguete lo sacaban de su escondite.
Ana, detrás de las cortinas, escuchó el tic-tac de un reloj. Una muñeca con un reloj en la mano se acercó y dijo: —El tiempo se acabó, pequeña.
Los tres amigos fueron llevados de vuelta al desván, donde los juguetes los rodearon nuevamente.
—Perdieron el juego —dijo el osito de peluche—. Ahora deben quedarse con nosotros para siempre.
Pero Ana, siempre la más sensata, recordó algo. —Esperen, ustedes dijeron que si ganábamos nos iríamos, pero nunca dijeron qué pasaría si perdíamos. No pueden obligarnos a quedarnos.
Los juguetes se miraron entre sí, confusos. La muñeca de vestido azul finalmente habló: —Tienes razón. No podemos obligarlos. Pero, por favor, no nos olviden. Vuelvan a visitarnos.
Los amigos, aliviados, prometieron regresar algún día. Salieron de la casa tan rápido como pudieron y, al llegar a la plaza del pueblo, se abrazaron con fuerza.
—Nunca olvidaré esta noche —dijo Marta, con lágrimas en los ojos.
—Ni yo —añadió Luis—. Pero cumpliremos nuestra promesa.
Ana, mirando hacia la casa, dijo: —Sí, volveremos. Pero no esta noche.
Y así, los tres amigos aprendieron una valiosa lección sobre el valor de la amistad y la importancia de no olvidar a aquellos que alguna vez fueron importantes, incluso si son solo juguetes.