La pintura colgaba en la sala, un cuadro antiguo que había pertenecido a la abuela de Clara. Era un paisaje sombrío, con árboles retorcidos y un cielo amenazante. Pero lo que más inquietaba a Clara era la sombra que se dibujaba en la esquina, una forma oscura que parecía tener vida propia.
—¿No te parece extraño? —preguntó Clara a su esposo, Tomás, mientras lo miraba con los ojos entrecerrados.
—Es solo una pintura, cariño. Tu abuela siempre tuvo un gusto… peculiar —respondió él, sin apartar la vista de la televisión.
Esa noche, Clara se despertó con un escalofrío. La sombra del cuadro parecía moverse, deslizándose con un susurro apenas audible. “Mírame…” parecía decir. Se levantó de la cama y se acercó al cuadro, sintiendo una atracción irresistible.
—Tomás, ven a ver esto —llamó, pero él solo gruñó en respuesta.
Cuando su mano tocó el marco, un escalofrío recorrió su cuerpo. La sombra se expandió, devorando el paisaje. “¿Quién eres?” murmuró Clara, sintiendo que algo la observaba.
—¡Clara! —gritó Tomás, despertando y encontrando a su esposa paralizada—. ¿Qué haces?
—La sombra… está viva… —susurró ella, horrorizada.
De repente, la pintura estalló en un grito sordo. La forma oscura salió del lienzo, envolviendo a Clara en su abrazo helado.
—¡Clara, no! —gritó Tomás, intentando arrastrarla hacia atrás, pero era demasiado tarde.
“Ahora eres parte de mí…” resonó la voz en el aire, mientras la sombra se tragaba a Clara, dejando solo el cuadro vacío.
Tomás, temblando, miró la pintura. La sombra había vuelto a su lugar, pero ahora, en la esquina, se podía distinguir una nueva forma: la figura de Clara, atrapada para siempre, con una mirada de terror en sus ojos.
“¿Quién eres?” preguntó él, sintiendo que la oscuridad lo envolvía.
La sombra sonrió.
