Las voces del más allá en la casa de la colina

La casa de la colina se erguía imponente, como un espectro que desafiaba el paso del tiempo. Sus ventanas, cubiertas de polvo y telarañas, parecían ojos vacíos que observaban a los intrusos con un aire de desdén. Aquella noche de otoño, un grupo de amigos decidió aventurarse en su interior, atraídos por las leyendas que hablaban de susurros y sombras que danzaban en la oscuridad.

“¿Estás seguro de que esto es una buena idea?” preguntó Clara, con una mezcla de curiosidad y miedo en su voz. Su mirada se perdía en la silueta de la casa, que se recortaba contra el cielo estrellado.

“Vamos, Clara. Solo será una noche. Además, ¿no quieres saber si las historias son ciertas?” respondió Javier, con una sonrisa desafiante. Era el líder del grupo, siempre dispuesto a desafiar lo desconocido.

“Yo solo quiero salir de aquí antes de que nos atrape un fantasma,” murmuró Luis, mientras se acercaba a la puerta, que crujió ominosamente al abrirse. El aire frío que salió de la casa parecía tener vida propia, envolviendo a los amigos en un abrazo helado.

Con linternas en mano, cruzaron el umbral. El interior estaba en ruinas, con muebles cubiertos de polvo y el olor a moho impregnando el ambiente. El suelo de madera crujía bajo sus pies, y las sombras parecían alargarse y encogerse en un juego macabro.

“Esto es más aterrador de lo que imaginaba,” dijo Ana, mientras se aferraba al brazo de Javier. “¿Por qué no hacemos una búsqueda rápida y nos vamos?”

“¿Y perder la oportunidad de descubrir un misterio? ¡Nunca!” exclamó Javier, mientras avanzaba hacia el salón, donde una chimenea apagada yacía en el centro de la habitación.

Luis, que había estado explorando una habitación contigua, regresó con una expresión de asombro. “Chicos, ¡tienen que ver esto!” Los demás lo siguieron hasta una pequeña sala, donde un viejo gramófono yacía cubierto de polvo. “¿Qué tal si le damos una vuelta?”

“¿En serio? ¿Quieres despertar a los muertos?” Clara se burló, aunque su voz temblaba.

“Solo será un momento,” insistió Luis, girando la manivela del gramófono. Al principio, solo se escuchó un chirrido, pero luego, la aguja encontró su camino en un viejo disco que comenzó a girar. Una melodía suave y nostálgica llenó el aire, un eco de tiempos pasados.

“Es hermoso,” dijo Ana, dejando que la música la envolviera. Pero, a medida que la melodía avanzaba, un susurro apenas audible se unió a la música. “¿Escuchan eso?”

“Es solo el viento,” respondió Javier, aunque su voz sonaba menos segura.

“No, no es el viento,” insistió Clara, acercándose al gramófono. “Es como si alguien estuviera hablando.”

Luis frunció el ceño. “No puede ser. Este lugar está vacío desde hace años.”

La música continuó, y el susurro se hizo más claro. “Ayúdanos… ayúdanos…”

“¡Apaga eso!” gritó Clara, retrocediendo. “No quiero escuchar más.”

Luis, intrigado, intentó ajustar la aguja, pero el susurro se convirtió en un grito desgarrador que resonó en la sala. “¡Ayúdanos!”

La música se detuvo de golpe, dejando un silencio sepulcral. Los amigos intercambiaron miradas de horror.

“Esto no es normal,” dijo Ana, su voz temblando. “Deberíamos irnos.”

“Espera,” dijo Javier, con una expresión decidida. “Hay algo aquí. Debemos averiguarlo.”

Clara lo miró con incredulidad. “¿Averiguar qué? ¿Qué quieren de nosotros?”

“Quizás haya una historia detrás de esto. Tal vez podamos ayudar,” sugirió Javier, con un brillo en los ojos que a Clara le pareció inquietante.

Luis, aún intrigado, comenzó a investigar los muebles, buscando pistas. “Miren esto,” dijo, levantando un viejo diario cubierto de polvo. “Parece de alguien que vivió aquí.”

“¿Qué dice?” preguntó Ana, acercándose.

“Es… es un diario de una mujer llamada Elena. Habla de una tragedia, de sombras que la atormentaban. Dice que nunca pudo escapar de esta casa,” leyó Luis, su voz temblando a medida que avanzaba por las páginas.

“¿Qué tipo de sombras?” inquirió Javier, ansioso por conocer más.

“Sombras que susurraban, que pedían ayuda. Ella creía que estaban atrapadas entre este mundo y el siguiente,” respondió Luis, con un escalofrío recorriendo su espalda.

“Esto es una locura,” dijo Clara, mirando hacia la puerta. “No quiero quedarme aquí. Necesitamos irnos.”

Pero antes de que pudiera moverse, un frío intenso recorrió la habitación. Las luces de sus linternas comenzaron a parpadear, y un viento helado sopló a través de la sala, haciendo que los amigos se abrazaran unos a otros.

“¿Qué está pasando?” gritó Ana, mientras las sombras parecían cobrar vida a su alrededor.

“¡El diario! ¡Debemos cerrarlo!” exclamó Luis, pero ya era demasiado tarde. Las sombras se arremolinaron en el aire, formando figuras indistintas que parecían moverse con desesperación.

“¡Ayúdanos!” clamaron, sus voces resonando en la casa. “¡No podemos descansar!”

“¡Cállense!” gritó Clara, cubriéndose los oídos. “¡Déjennos en paz!”

Javier, en un intento por calmar la situación, gritó: “¿Qué quieren de nosotros? ¡Estamos aquí para ayudar!”

Las sombras se detuvieron por un momento, como si estuvieran considerando su respuesta. Luego, una de ellas se acercó, una figura etérea con ojos tristes. “No podemos irnos. Necesitamos que alguien escuche nuestra historia.”

“¿Qué historia?” preguntó Javier, su voz temblando.

“Una traición. Una muerte injusta. Nos quedamos aquí, atrapados por el dolor,” susurró la sombra, su voz un eco distante.

Clara, aún asustada, se atrevió a preguntar: “¿Cómo podemos ayudarles?”

“Encuentra la verdad. Encuentra el objeto que nos ata a este lugar. Solo entonces podremos descansar,” dijo la sombra, antes de desvanecerse en el aire.

“¿Qué objeto?” preguntó Luis, mirando a su alrededor en busca de pistas.

“Quizás en el ático,” sugirió Ana, recordando las historias que había oído. “Siempre se dice que los secretos se esconden en el ático.”

“Vamos,” dijo Javier, tomando la delantera. “No tenemos nada que perder.”

Subieron las escaleras crujientes, cada paso resonando en la oscuridad. El ático estaba lleno de polvo y telarañas, con cajas apiladas y muebles cubiertos. Javier iluminó el lugar, buscando cualquier pista.

“¿Qué estamos buscando exactamente?” preguntó Luis, mientras movía una caja llena de juguetes viejos.

“No lo sé, pero algo nos dirá si estamos cerca,” respondió Javier, mientras su linterna iluminaba un viejo cofre en una esquina.

“¡Miren esto!” exclamó Ana, acercándose al cofre. “Parece antiguo.”

“Ábrelo,” dijo Clara, su voz apenas un susurro.

Con manos temblorosas, Ana levantó la tapa del cofre. Dentro, encontraron una serie de cartas amarillentas, junto con un medallón desgastado. “Esto debe ser importante,” dijo, levantando el medallón.

En ese momento, un viento helado atravesó el ático, y las sombras comenzaron a rodearlos nuevamente. “¡Eso! ¡Eso es lo que buscamos!” gritaron las voces, resonando en la habitación.

“¿Qué debemos hacer?” preguntó Luis, aterrorizado.

“Rompe el medallón,” ordenó la sombra que había hablado antes. “Solo así podremos liberarnos.”

“¿Estás loco?” gritó Clara. “¿Y si eso nos atrapa a nosotros también?”

“Es nuestra única opción,” dijo Javier, apretando el medallón en su mano. “Si esto puede ayudarles, debemos intentarlo.”

Con un movimiento decidido, Javier rompió el medallón. Un destello de luz llenó el ático, y las sombras comenzaron a gritar, sus voces resonando en un coro de dolor y liberación.

“¡Gracias! ¡Gracias!” clamaron, mientras se desvanecían en el aire, llevándose consigo el eco de sus sufrimientos.

El silencio regresó, y el frío se disipó. Los amigos se miraron, atónitos por lo que acababan de presenciar.

“¿Lo hicimos?” preguntó Ana, su voz temblando.

“Parece que sí,” respondió Luis, aún en estado de shock.

“Debemos irnos de aquí,” dijo Clara, su voz más firme ahora. “No quiero quedarme ni un segundo más.”

Mientras bajaban las escaleras, el aire se sentía más ligero, como si la casa hubiera exhalado un suspiro de alivio. Al cruzar la puerta, una sensación de paz los envolvió.

“¿Creen que estarán en paz ahora?” preguntó Javier, mirando hacia la casa.

“Espero que sí,” dijo Ana, mientras se alejaban. “Nadie merece estar atrapado así.”

Y así, mientras la casa de la colina se desvanecía en la distancia, los amigos se sintieron aliviados, aunque sabían que las voces del más allá siempre resonarían en sus recuerdos.

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Cuentomanía

Don Cuento es un escritor caracterizado por su humor absurdo y satírico, su narrativa ágil y desenfadada, y su uso creativo del lenguaje y la ironía para comentar sobre la sociedad contemporánea. Utiliza un tono ligero y sarcástico para abordar los temas y usas diálogos rápidos y situaciones extravagantes para crear un ambiente de comedia y surrealismo a lo largo de sus historias.

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