El pueblo de San Cristóbal era conocido por sus leyendas. Historias de brujas, apariciones y seres de la noche circulaban entre sus habitantes, pero ninguna tan escalofriante como la de la niña fantasma. Se decía que su canción, dulce y melancólica, podía escucharse en las noches más oscuras. Aquellos que la oían no podían resistirse a seguirla, pero ninguno regresaba jamás.
Una noche, Mateo y Laura, dos jóvenes aventureros, decidieron investigar la leyenda. Armados con linternas y grabadoras, se adentraron en el bosque que rodeaba el pueblo, siguiendo las indicaciones de los ancianos. La luna llena iluminaba el sendero, pero la oscuridad entre los árboles era impenetrable.
—¿Estás seguro de esto, Mateo? —preguntó Laura, con un temblor en la voz.
—Claro que sí, Laura. Es solo una historia para asustar a los niños. No hay nada que temer.
Pero a medida que avanzaban, el ambiente se volvía más pesado. El viento susurraba entre las ramas, y los sonidos del bosque parecían apagarse. De repente, un murmullo suave llegó a sus oídos. Era una melodía triste, cantada por una voz infantil.
—¿Lo oyes? —susurró Laura, deteniéndose en seco.
—Sí… Es ella —respondió Mateo, con los ojos brillantes de emoción—. ¡Vamos!
La canción los guiaba, y aunque cada nota parecía atraerlos más, también les llenaba de un miedo inexplicable. La voz de la niña era hermosa, pero había algo en ella que les erizaba la piel.
Llegaron a un claro en el bosque, donde encontraron una vieja casa abandonada. La música provenía del interior. Mateo empujó la puerta, que se abrió con un chirrido. Dentro, el aire estaba helado y olía a humedad y descomposición. La canción se hacía más fuerte.
—¡Mira! —exclamó Laura, señalando una figura en el rincón.
Era una niña, no mayor de diez años, con un vestido blanco y el cabello largo y oscuro que le cubría el rostro. Cantaba con los ojos cerrados, balanceándose suavemente.
—¿Quién eres? —preguntó Mateo, acercándose.
La niña abrió los ojos de repente, revelando unas cuencas vacías y negras. La canción cesó, y un silencio mortal llenó la habitación.
—Soy Alma —dijo la niña con una voz que parecía provenir de otro mundo—. ¿Quieres jugar conmigo?
Laura retrocedió, pero Mateo, hipnotizado, dio un paso adelante.
—¿Qué clase de juego? —preguntó, sin apartar la mirada de las cuencas vacías.
—Un juego de sombras y luces —respondió Alma, sonriendo de manera siniestra—. Si ganas, te dejaré ir. Si pierdes, te quedarás conmigo… para siempre.
Laura tiró del brazo de Mateo, intentando sacarlo de su trance.
—¡No, Mateo! Vámonos de aquí.
Pero era demasiado tarde. La habitación se oscureció por completo, y la voz de Alma resonó en sus cabezas.
—Que comience el juego.
Las paredes se llenaron de sombras que se movían de manera antinatural. Mateo y Laura intentaron correr, pero sus pies parecían pegados al suelo. Las sombras se acercaban, y cada vez que tocaban a uno de ellos, sentían un frío que les llegaba hasta los huesos.
—¡Mateo, haz algo! —gritó Laura, desesperada.
Mateo sacó su linterna y la encendió, apuntando hacia las sombras. La luz las hizo retroceder momentáneamente, pero Alma comenzó a cantar de nuevo, y las sombras volvieron con más fuerza.
—No podemos ganar —dijo Mateo, con la voz quebrada—. Es imposible.
Laura, con lágrimas en los ojos, miró a la niña fantasma.
—¿Por qué haces esto? ¿Qué quieres de nosotros?
Alma dejó de cantar y los miró con una expresión de tristeza profunda.
—Estoy sola. Siempre estoy sola. Necesito compañía.
Antes de que pudieran responder, las sombras los envolvieron por completo. Sintieron como si sus almas fueran arrancadas de sus cuerpos, y el dolor fue insoportable. Cuando las sombras se disiparon, Mateo y Laura ya no estaban allí. Solo quedaba la niña, cantando su canción en el vacío.
Días después, los habitantes de San Cristóbal encontraron las grabadoras de Mateo y Laura en el bosque. Al reproducirlas, escucharon la canción de Alma y los gritos desesperados de los jóvenes. Nadie volvió a hablar de la niña fantasma, y el bosque fue declarado prohibido.
Sin embargo, en las noches más oscuras, la melodía aún podía escucharse, llamando a aquellos lo suficientemente valientes o insensatos para seguirla. Y así, la leyenda de la niña fantasma continuó, atrapando nuevas víctimas en su eterna soledad.
Aquellos que escuchan su canción están condenados. La voz de Alma, dulce y melancólica, sigue resonando en la oscuridad, esperando a los próximos incautos que se aventuren en el bosque. Porque en San Cristóbal, los fantasmas no descansan, y la niña fantasma siempre busca compañía.