El viento aullaba entre los árboles del bosque, arrastrando consigo las hojas secas y levantando una polvareda que parecía danzar en la penumbra. La luna llena iluminaba el sendero, creando sombras que se retorcían como criaturas de otro mundo. En el corazón de ese bosque, se encontraba una pequeña cabaña de madera, abandonada desde hacía décadas. Nadie se atrevía a acercarse, excepto aquellos que no tenían otra opción.
Carmen y Javier habían oído las historias, pero la desesperación los llevó hasta allí. Carmen había encontrado una extraña marca en su hombro, una figura que se asemejaba a un cuervo con las alas extendidas. Desde entonces, todo había ido de mal en peor: pesadillas interminables, visiones perturbadoras y una sensación de ser observada constantemente.
—Javier, ¿estás seguro de que este es el lugar? —preguntó Carmen, con la voz temblorosa.
—Es lo que dijo el viejo en el pueblo —respondió Javier, tratando de sonar seguro, aunque en el fondo sentía un miedo que le corroía las entrañas—. Si hay alguna esperanza de entender lo que te está pasando, está aquí.
La cabaña crujió al abrir la puerta, como si se quejara de ser molestada. El interior estaba cubierto de polvo y telarañas, pero había algo más, una presencia que se sentía en el aire, una energía oscura y opresiva.
—¿Quién anda ahí? —gritó Javier, al escuchar un ruido proveniente de una de las habitaciones.
De entre las sombras emergió una figura encorvada, una anciana de rostro arrugado y ojos penetrantes.
—Soy la guardiana de este lugar —dijo la anciana con voz rasposa—. Sabía que vendrían. La marca del cuervo no se puede ocultar.
Carmen se llevó la mano al hombro, sintiendo cómo la marca ardía bajo su piel.
—¿Qué significa esta marca? —preguntó, tratando de mantener la calma.
La anciana se acercó lentamente, observando la marca con detenimiento.
—Aquellos marcados por el cuervo están condenados a enfrentarse a su destino más oscuro —respondió—. La marca es un símbolo de muerte y desolación. Solo hay una manera de librarse de ella, pero el precio es alto.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó Javier, desesperado.
La anciana señaló un libro antiguo, cubierto de polvo, que reposaba sobre una mesa.
—Ese libro contiene el ritual. Pero les advierto, una vez que comiencen, no habrá vuelta atrás.
Javier tomó el libro con manos temblorosas y lo abrió. Las páginas estaban llenas de símbolos extraños y palabras en un idioma que no comprendía, pero había una sección escrita en español. El ritual requería varios ingredientes: sangre de un animal sacrificado, hierbas raras y una vela negra.
—Tenemos que hacerlo, Carmen —dijo Javier—. No podemos seguir viviendo así.
Carmen asintió, aunque el miedo la paralizaba. Salieron de la cabaña en busca de los ingredientes, conscientes de que cada paso los acercaba más a un abismo del que quizás no podrían escapar.
Horas más tarde, regresaron con todo lo necesario. La anciana los observaba con una mezcla de compasión y tristeza.
—Recuerden, una vez que comiencen, no pueden detenerse —advirtió—. El cuervo vendrá por ustedes si lo hacen.
Encendieron la vela negra y comenzaron el ritual. Carmen recitaba las palabras del libro mientras Javier vertía la sangre del animal sobre la marca. El aire se volvió denso y pesado, y una sombra comenzó a formarse en la esquina de la habitación.
—¡No te detengas! —gritó Javier, viendo cómo la sombra tomaba la forma de un cuervo gigantesco.
Carmen continuó, aunque su voz temblaba. La sombra se acercaba cada vez más, sus ojos rojos brillaban con una intensidad infernal. De repente, la vela se apagó y la cabaña quedó sumida en la oscuridad total.
—¡Carmen! —gritó Javier, buscando a tientas a su esposa.
Un grito desgarrador resonó en la cabaña. Javier encendió una linterna y vio a Carmen en el suelo, con la marca del cuervo extendiéndose por todo su cuerpo, como si estuviera viva.
—¡No! ¡No puede ser! —exclamó Javier, con lágrimas en los ojos.
La anciana apareció de nuevo, su rostro más sombrío que nunca.
—El ritual ha fallado —dijo—. Ahora ambos están condenados.
La sombra del cuervo se cernió sobre ellos, y antes de que pudieran reaccionar, se abalanzó con una velocidad inhumana. Javier sintió un dolor agudo en el pecho y cayó al suelo, mientras Carmen era arrastrada hacia la oscuridad.
La cabaña quedó en silencio, solo el viento y los susurros de los árboles rompían la quietud. La anciana se acercó al libro y lo cerró con un suspiro.
—La marca del cuervo nunca perdona —murmuró, antes de desaparecer en las sombras.
Días después, el pueblo encontró la cabaña vacía. No había rastro de Carmen ni de Javier, solo la marca del cuervo grabada en la pared, como un recordatorio eterno de su destino.
El bosque volvió a su tranquilidad, pero aquellos que se aventuraban demasiado cerca juraban escuchar los gritos y aullidos de dos almas perdidas, condenadas para siempre. Y en las noches de luna llena, un cuervo negro sobrevolaba el lugar, vigilando, esperando su próxima víctima.