Ana siempre había sentido una atracción extraña por el ático de su abuela. Un día, mientras exploraba entre viejos baúles y telarañas, encontró una muñeca antigua, de ojos de cristal y una sonrisa inquietante. Su vestido estaba desgastado, pero había algo en su mirada que la hipnotizaba.
Esa noche, mientras Ana intentaba dormir, un susurro rompió el silencio. «Ana… ven a jugar conmigo…» La voz era suave, casi melodiosa, pero había un tono que le erizaba la piel.
«¿Quién está ahí?» preguntó, temblando.
«Soy yo, tu muñeca. Solo quiero que juguemos… para siempre.»
Ana se cubrió con las mantas, pero el susurro continuó, más insistente. «No tengas miedo. No te haré daño. Solo quiero compañía.»
Al día siguiente, la curiosidad pudo más que el miedo. Regresó al ático y tomó la muñeca entre sus manos. «¿Por qué me llamas?», inquirió.
«Porque estoy sola… y tú también.»
Cada noche, el susurro se hacía más fuerte. Ana comenzó a olvidarse de sus amigos, de la escuela. La muñeca prometía juegos eternos, risas y secretos.
Una noche, la voz se tornó oscura. «Ana… ven a mí… dame tu corazón.»
«¿Qué quieres decir?» Ana sintió un escalofrío recorrer su espalda.
«Solo un pequeño sacrificio… y serás mía para siempre.»
Ana, atrapada en un trance, se acercó a la muñeca. «¿Qué debo hacer?»
«Solo un poco de sangre… y estarás conmigo.»
En un instante de lucidez, Ana se dio cuenta de su error. Intentó soltar la muñeca, pero sus manos estaban pegadas a su piel fría. «¡No! ¡Suéltame!»
La risa de la muñeca resonó en el ático, un eco que se mezclaba con su grito. «Ahora serás parte de mí, como yo de ti.»
La mañana siguiente, su abuela subió al ático y encontró la muñeca sentada en el suelo, con una sonrisa aún más amplia. «¿Dónde está Ana?», murmuró, mientras el susurro de la muñeca llenaba el aire: «Juguemos para siempre…»