El reloj de arena maldito había estado en la familia de Clara durante generaciones. Cuando su abuela se lo entregó con una advertencia apenas audible, ella solo rió.
—Es solo un objeto viejo, abuela. —dijo Clara, mirando la arena dorada deslizarse lentamente.
—No subestimes el poder del tiempo, Clara. —respondió su abuela, con una mirada sombría.
Una noche, impulsada por la curiosidad, Clara decidió probar el reloj. Lo volteó y observó cómo la arena comenzaba a caer. En ese momento, sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—¿Qué te pasa? —preguntó su amiga Sofía, que la había visitado.
—Nada, solo… quería ver si funcionaba.
Pero no era solo curiosidad. Era una necesidad. Clara sintió que algo dentro de ella se desvanecía.
Los días pasaron y Clara notó que cada vez se sentía más débil. La risa de su amiga se apagó, y los reflejos en el espejo se volvían más tenues.
—¿Estás bien? —Sofía la miró preocupada.
—Solo un poco cansada. —murmuró Clara, mientras el reloj continuaba su inexorable cuenta atrás.
Una noche, mientras la arena caía, Clara escuchó un susurro. “Devuélveme lo que es mío.”
—¿Quién está ahí? —gritó, pero solo el eco de su voz le respondió.
Desesperada, decidió romper el reloj, pero al hacerlo, la arena se esparció por toda la habitación, formando figuras que danzaban a su alrededor. “No puedes escapar.”
Finalmente, en un último intento, Clara miró a Sofía.
—¡Ayúdame! ¡No puedo más!
Sofía, con los ojos desorbitados, retrocedió.
—Yo… no puedo. Eres tú la que lo ha elegido.
Clara sintió un vacío en su pecho. En un instante, comprendió que cada grano de arena robaba no solo su tiempo, sino también el de aquellos que amaba.
Y mientras la última partícula caía, su reflejo se desvaneció, dejando solo un eco de risas en la oscuridad.
