Era una vez una niña llamada Caperucita Roja, que siempre llevaba una hermosa capa de color rojo que le había hecho su mamá. Un día, su madre le dijo: “Caperucita, tu abuela está un poco enferma. ¿Podrías llevarle esta cesta con galletas y un poco de miel?”
“¡Claro que sí, mamá!” respondió Caperucita, emocionada. “¡Le encantará!”
Antes de salir, su madre le advirtió: “Recuerda, no te salgas del camino y no hables con extraños.” Caperucita asintió, prometiendo que sería cuidadosa.
Mientras caminaba por el bosque, disfrutando del canto de los pájaros y el susurro del viento, Caperucita vio una sombra moverse entre los árboles. Era un lobo, que la observaba con ojos astutos.
“Hola, pequeña,” dijo el lobo con una voz suave y engañosa. “¿A dónde vas tan contenta?”
“¡Hola! Voy a casa de mi abuela, que está enferma. Llevo galletas y miel,” respondió Caperucita, sin pensar en las advertencias de su madre.
“¿Y dónde vive tu abuela?” preguntó el lobo, intentando parecer amable.
“En la casita al final del camino, justo más allá del arroyo,” contestó Caperucita.
El lobo sonrió para sí mismo, pensando en un plan. “¿Por qué no tomas el camino de las flores? Es mucho más bonito y tu abuela estará muy feliz de recibirte con un ramo de flores.”
“¡Es una buena idea!” exclamó Caperucita, emocionada. Sin embargo, el lobo se dirigió rápidamente a la casa de la abuela.
Cuando llegó, tocó la puerta. “¡Abuela, soy yo, Caperucita Roja!” gritó, tratando de imitar la voz de la niña.
“¡Entra, querida!” respondió la abuela, sin sospechar nada. El lobo se coló en la casa y, en un abrir y cerrar de ojos, se llevó a la abuela a un armario.
Poco después, Caperucita llegó con un ramo de flores en la mano. “¡Abuela, mira las flores que te traje!” gritó felizmente mientras entraba.
Al ver al lobo disfrazado con la coqueta gorra de su abuela, Caperucita frunció el ceño. “¿Abuela, por qué tienes esos ojos tan grandes?”
“Para verte mejor, querida,” respondió el lobo, tratando de no reír.
“¿Y por qué tienes esos dientes tan afilados?” preguntó Caperucita, cada vez más sospechosa.
“Para comerte mejor,” rugió el lobo, saltando de la cama.
Caperucita, asustada, corrió hacia la puerta, pero el lobo era más rápido. Justo en ese momento, un valiente leñador que pasaba por ahí escuchó el alboroto.
“¡¿Qué está pasando aquí?!”, gritó el leñador mientras entraba en la casa.
Al ver al lobo, el leñador levantó su hacha. “¡Fuera de aquí, lobo malvado!”
El lobo, asustado, salió corriendo, dejando atrás a la abuela y a Caperucita. El leñador liberó a la abuela del armario y ambas se abrazaron fuertemente.
“¡Gracias, buen leñador!” dijo la abuela, con lágrimas de alegría. “¡Caperucita, siempre debes escuchar a tu madre!”
“Lo prometo, abuela,” respondió Caperucita, sonriendo. “Nunca más me saldré del camino.”
Desde aquel día, Caperucita Roja aprendió la importancia de ser valiente y escuchar a su madre. Y el lobo, por su parte, nunca volvió a molestar a nadie en el bosque. Fin.