El sol se ocultaba tras las copas de los árboles, tiñendo el cielo de un rojo intenso que presagiaba la llegada de la noche. Un grupo de cuatro exploradores, armados con linternas y un mapa desgastado, se adentró en el bosque de las sombras vivientes. Sus nombres eran Clara, Martín, Lucía y Tomás. Cada uno llevaba consigo una mezcla de emoción y temor, pero la curiosidad era más fuerte que el miedo.
—¿Estás seguro de que este es el camino correcto, Tomás? —preguntó Clara, mirando el mapa con desconfianza.
—Claro, lo he estudiado a fondo. Este lugar es famoso por sus leyendas, pero no hay nada que temer —respondió Tomás, tratando de sonar convincente.
Lucía, que siempre había sido la más escéptica del grupo, miró a su alrededor. Los árboles parecían moverse con el viento, pero no había brisa. Era como si el bosque respirara, como si estuviera vivo y consciente de su presencia.
—¿De verdad crees que son solo leyendas? —dijo ella, con una voz que apenas superaba un susurro.
Martín se rió, tratando de aliviar la tensión. —Vamos, Lucía. Solo son cuentos para asustar a los niños. No hay duendes ni sombras que nos puedan hacer daño.
Pero, a medida que se adentraban más en el bosque, la luz del día se desvanecía rápidamente. Las sombras se alargaban y se retorcían, creando figuras extrañas que parecían moverse en la periferia de su visión.
—Deberíamos encontrar un lugar para acampar antes de que anochezca —sugirió Clara, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.
Mientras buscaban un lugar seguro, comenzaron a escuchar murmullos. Susurros que parecían provenir de todas partes y de ninguna a la vez.
—¿Escuchan eso? —preguntó Tomás, deteniéndose en seco.
—Es solo el viento —dijo Martín, aunque su voz temblaba ligeramente.
Clara frunció el ceño. —No, no es solo el viento. Hay algo más.
Fue entonces cuando vieron las primeras manifestaciones de lo que habían temido. Las sombras comenzaron a tomar forma, delineando figuras pequeñas y grotescas entre los árboles. Eran duendes sombríos, con ojos brillantes que reflejaban la luz de sus linternas como si fueran pequeños faros en la oscuridad.
—¡Corran! —gritó Lucía, y el grupo empezó a moverse, pero las sombras se acercaban rápidamente.
Mientras corrían, las plantas a su alrededor comenzaron a retorcerse y transformarse. Las ramas se alargaban, las hojas se convertían en garras, y los arbustos se alzaban como criaturas vivientes.
—¡Esto no puede estar pasando! —gritó Martín, tropezando y cayendo al suelo.
Clara se detuvo y lo ayudó a levantarse. —¡No mires atrás! ¡Sigue corriendo!
El bosque parecía cobrar vida, con los árboles susurrando y riendo en un tono burlón. Las sombras se multiplicaban, y los duendes comenzaron a rodearlos, sus risas resonando como ecos en la noche.
—¿Qué quieren de nosotros? —preguntó Tomás, su voz entrecortada por el pánico.
—¡Alma! —respondió uno de los duendes, su voz aguda y burlona. —¡Alma para el bosque!
Lucía, aterrorizada, gritó: —¡No les des nada! ¡No podemos quedarnos aquí!
Pero era demasiado tarde. Las sombras se acercaron y comenzaron a envolverlos. Era como si el bosque entero quisiera devorarlos, y cada intento de escapar solo hacía que las sombras se volvieran más densas.
—¡Dividámonos! —sugirió Clara, aunque sabía que era una locura.
—¡No! —gritó Martín. —¡No podemos dejar a nadie atrás!
Las sombras se abalanzaron sobre ellos, y en un instante, el grupo se encontró separado. Clara se encontró sola, corriendo sin rumbo, susurros y risas resonando a su alrededor.
—¡Tomás! —gritó, pero no hubo respuesta. Solo el eco de su propia voz.
De repente, se detuvo. Delante de ella, una figura se materializó. Era un duende, pequeño y encorvado, con ojos que brillaban como brasas.
—¿Por qué huyes, humana? —preguntó con una voz suave, casi seductora.
—¡Déjame en paz! —respondió Clara, retrocediendo.
—No tienes que temer. Solo queremos jugar. El bosque está aburrido sin ti.
Clara sintió un escalofrío recorrer su espalda. Esa voz, aunque suave, tenía un tono amenazante.
—¿Jugar? ¿Cómo se supone que se juega con un monstruo?
El duende sonrió, mostrando dientes afilados. —No somos monstruos. Somos guardianes. Guardianes de este bosque.
Mientras tanto, Martín y Lucía se encontraban atrapados en un claro. Las sombras los rodeaban, y las risas se intensificaban, como si disfrutaran de su desesperación.
—¿Qué hacemos? —preguntó Lucía, su voz temblando.
—No lo sé. Tal vez debamos intentar hablar con ellos —sugirió Martín.
—¿Hablar? ¿Con estas cosas? —replicó Lucía, incrédula.
Pero antes de que pudieran decidir, un duende apareció ante ellos, su rostro iluminado por la luz de la luna.
—¿Qué desean, humanos? —preguntó, inclinándose hacia ellos.
—Queremos salir de aquí —dijo Martín, intentando mantener la calma.
—No es tan fácil. El bosque exige un precio.
—¿Qué precio? —preguntó Lucía, sintiendo que el pánico comenzaba a apoderarse de ella.
—Almas. Una por cada uno de ustedes.
Martín se quedó en silencio, mirando a Lucía. La desesperación se reflejaba en sus ojos.
—No podemos. No podemos dar nuestras almas.
—Entonces, quédense. Quédense aquí para siempre.
Mientras tanto, Clara seguía intentando escapar del duende que la acechaba. La risa de los otros resonaba en sus oídos, un eco de locura.
—¿Por qué no juegas con nosotros? —insistió el duende. —Podemos hacer que tu vida sea más divertida.
—¡No quiero jugar! —gritó Clara, sintiendo que la locura comenzaba a apoderarse de ella.
Sin embargo, el duende se acercó más, y Clara sintió un tirón en su pecho. Era como si el bosque mismo estuviera intentando atraerla, seducirla a un mundo de sombras.
—¿No te gustaría ser parte de nosotros? —preguntó, extendiendo su mano.
Clara se sintió atrapada entre la desesperación y la atracción. El bosque prometía aventuras, pero a un alto precio.
Finalmente, en un acto de desesperación, Clara se arrodilló y gritó: —¡Basta! ¡No quiero ser parte de esto!
El duende se detuvo, sorprendido. —¿Por qué? Este lugar es un paraíso.
—¡No! Es una prisión.
Las sombras comenzaron a retroceder, y Clara sintió que una fuerza la empujaba hacia atrás.
Mientras tanto, Martín y Lucía estaban atrapados en un dilema. El duende los miraba, esperando su respuesta.
—¿Qué haremos? —preguntó Lucía, angustiada.
—No lo sé —respondió Martín. —Pero no podemos dar nuestras almas.
En ese momento, un grito desgarrador resonó en el bosque. Era Clara, que había decidido enfrentarse al duende.
—¡No! ¡No me llevarás!
Las sombras comenzaron a agitarse, y el duende, furioso, se volvió hacia ella. —¡Tú no entiendes! ¡Este bosque necesita almas!
Clara, sintiendo que su vida se desvanecía, gritó: —¡No! ¡No seré parte de esto!
Las sombras se lanzaron hacia ella, y en un instante, la luz de su linterna se apagó.
Martín y Lucía, al escuchar el grito, se miraron con horror. Las risas de los duendes se transformaron en un silencio inquietante.
—¿Qué hacemos? —preguntó Martín, sintiendo que el miedo se apoderaba de él.
—No lo sé. Pero no podemos quedarnos aquí.
En ese momento, las sombras comenzaron a acercarse a ellos.
—¿Están listos para unirse al bosque? —preguntó el duende, su voz resonando con una mezcla de alegría y malicia.
Martín, sintiendo que el tiempo se acababa, tomó la mano de Lucía. —¡Corramos!
Y así, se lanzaron a la oscuridad, dejando atrás las risas y los susurros. Pero sabían que el bosque nunca los dejaría ir. Las sombras se alzaron detrás de ellos, siempre acechando, siempre esperando.
Mientras corrían, un grito resonó en el aire, y el bosque pareció reírse de su desesperación. No había escape.
El bosque de las sombras vivientes había reclamado a sus almas, y la noche se llenó de risas y ecos de aquellos que habían perdido su camino.
—¿Dónde estamos? —preguntó Lucía, sintiendo que la locura comenzaba a apoderarse de ella.
—No lo sé. Pero no podemos rendirnos.
Pero en el fondo, ambos sabían que el bosque nunca los dejaría ir. Era un lugar donde las sombras vivían, y ellos eran solo un eco de lo que alguna vez fueron.