La noche era densa y oscura, como una manta de terciopelo negro que cubría el cielo. El viento susurraba entre los árboles, llevando consigo un eco de voces lejanas, como si el bosque mismo estuviera llorando. Clara y Javier, dos jóvenes excursionistas, habían decidido aventurarse en el Bosque de los Lamentos, un lugar envuelto en leyendas y misterios.
«¿Estás segura de que quieres hacer esto?» preguntó Javier, su voz temblando ligeramente mientras iluminaba el sendero con su linterna.
«Sí, Javier. Hemos venido hasta aquí, no podemos echar marcha atrás ahora,» respondió Clara con determinación, aunque sus ojos reflejaban una sombra de duda.
El sendero que seguían era estrecho y serpenteante, flanqueado por árboles cuyas ramas se alzaban como garras hacia el cielo. Cada paso que daban parecía resonar en la quietud del bosque, amplificando el sonido de sus pisadas hasta que se convertía en un murmullo inquietante.
«Dicen que este bosque está maldito,» murmuró Javier, más para sí mismo que para Clara. «Que las almas de los que se pierden aquí nunca encuentran descanso.»
«Son solo historias,» replicó Clara, aunque su voz había perdido algo de su firmeza. «Vamos, no te dejes llevar por esas tonterías.»
A medida que se adentraban más en el bosque, el aire se volvía más frío y pesado. Una niebla espesa comenzó a levantarse del suelo, envolviendo sus piernas como un manto húmedo. El silencio era opresivo, roto solo por el ocasional crujido de una rama o el susurro del viento.
De repente, Clara se detuvo en seco. «¿Escuchaste eso?» preguntó, sus ojos muy abiertos.
Javier asintió, su rostro pálido bajo la luz de la linterna. «Sí. Parecía… un lamento.»
Ambos permanecieron inmóviles, conteniendo la respiración mientras escuchaban. El sonido volvió, esta vez más claro: un lamento largo y desgarrador que parecía provenir de lo más profundo del bosque.
«Tenemos que seguir,» dijo Clara, aunque su voz era apenas un susurro. «No podemos quedarnos aquí.»
Continuaron avanzando, sus pasos cada vez más rápidos y desordenados. El lamento se hacía más fuerte, más insistente, como si los estuviera llamando. Finalmente, llegaron a un claro en el bosque, donde un árbol enorme y retorcido se alzaba en el centro. Sus ramas se extendían como brazos esqueléticos, y su tronco estaba cubierto de extrañas marcas y símbolos.
«¿Qué es esto?» preguntó Javier, su voz apenas audible.
«No lo sé,» respondió Clara, acercándose al árbol. «Pero siento que… que esto es el origen de los lamentos.»
De repente, una ráfaga de viento helado los envolvió, y el lamento se convirtió en un grito ensordecedor. Clara y Javier cayeron de rodillas, cubriéndose los oídos mientras el grito resonaba en sus cabezas, haciéndoles sentir como si sus cráneos estuvieran a punto de estallar.
«¡Haz que pare!» gritó Javier, pero su voz se perdió en el estruendo.
Clara, con lágrimas corriendo por su rostro, se levantó tambaleante y extendió la mano hacia el árbol. Al tocar el tronco, el grito cesó de repente, dejando un silencio sepulcral a su alrededor.
«¿Qué has hecho?» preguntó Javier, respirando con dificultad.
«No lo sé,» murmuró Clara, mirando sus manos temblorosas. «Pero creo que… que he liberado algo.»
Antes de que pudieran reaccionar, el suelo bajo sus pies comenzó a temblar. Las raíces del árbol se retorcieron y el tronco se abrió, revelando una oscura cavidad en su interior. De la abertura emergieron figuras espectrales, sus rostros contorsionados en expresiones de dolor y desesperación.
«¡Corre!» gritó Javier, agarrando a Clara del brazo y tirando de ella hacia el sendero por el que habían venido.
Las figuras los siguieron, sus lamentos resonando en el aire. Clara y Javier corrían tan rápido como sus piernas les permitían, pero el bosque parecía estirarse infinitamente a su alrededor, como si estuvieran atrapados en un laberinto sin salida.
Finalmente, exhaustos y sin aliento, se detuvieron en otro claro del bosque. Las figuras espectrales los rodearon, sus ojos vacíos fijos en ellos.
«Por favor,» suplicó Clara, «déjennos ir. No queríamos hacerles daño.»
Una de las figuras se adelantó, su rostro una máscara de tristeza. «Nosotros también éramos como ustedes,» dijo con una voz que resonaba en sus mentes. «Pero el bosque no perdona. Ahora, ustedes también están atrapados.»
Clara sintió un frío intenso apoderarse de su cuerpo, como si su alma estuviera siendo arrancada de su ser. Miró a Javier, cuyos ojos reflejaban el mismo terror y desesperación.
«Lo siento,» murmuró Javier, antes de que su cuerpo se desplomara en el suelo, inerte.
Clara intentó gritar, pero no encontró voz. Su visión se oscureció y todo se desvaneció en un abismo de sombras y lamentos.
Cuando los primeros rayos del sol iluminaron el Bosque de los Lamentos al día siguiente, no había rastro de Clara y Javier. Solo el eco de sus gritos permanecía, sus almas atrapadas para siempre entre los árboles retorcidos, uniéndose al coro eterno de lamentos que daba nombre al bosque.
Y así, el ciclo continuaba, alimentando la oscuridad y el dolor que habitaban en aquel lugar maldito.