El cuervo de ojos humanos se posó en la plaza del pueblo una tarde de otoño, su plumaje negro como la noche y esos ojos… esos ojos eran humanos. La gente murmuraba, temerosa.
—No te acerques, Juan —advirtió Marta, temblando—. Dicen que trae desgracia.
Pero Juan, desafiando el miedo, se acercó al cuervo. Sus ojos lo hipnotizaban, como si pudieran ver su alma.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó, su voz temblorosa.
El cuervo graznó, y un escalofrío recorrió la plaza. Las luces comenzaron a parpadear, y un viento helado sopló, trayendo consigo un olor a muerte.
—¡Regresa! —gritó Marta, pero era demasiado tarde.
Juan sintió un dolor punzante en su pecho. Miró hacia abajo y vio cómo la sombra del cuervo se alargaba, tomando forma humana.
—Tu curiosidad te ha llevado a la perdición —susurró la sombra, mientras el cuervo alzaba el vuelo, dejando caer una pluma negra que brillaba como un faro en la oscuridad.
Al día siguiente, el pueblo despertó en silencio. Nadie había visto a Juan. Solo el cuervo, observando desde lo alto, con sus ojos humanos destilando una satisfacción inquietante.