Era una noche de Halloween en el pequeño pueblo de Eldridge, donde las hojas caídas susurraban secretos y las sombras parecían cobrar vida. Los niños, disfrazados de monstruos y fantasmas, recorrían las calles con sus calabazas iluminadas, riendo y gritando mientras recolectaban dulces. Sin embargo, entre la algarabía, un extraño se había instalado en la plaza del pueblo, atrayendo la atención de los más curiosos.
El hombre era alto y delgado, con un sombrero de copa que proyectaba una sombra oscura sobre su rostro. Su abrigo negro ondeaba como si estuviera vivo, y en su mano sostenía un pequeño baúl de madera desgastada. Los niños, intrigados, se acercaron a él, sus ojos brillando con la promesa de algo extraordinario.
“¡Niños! ¡Venid aquí!” llamó el hombre con una voz suave pero penetrante. “Soy el Hombre de los Sueños. Vengo a ofrecerles algo que no podrán rechazar.”
“¿Qué es?” preguntó Timmy, un niño de diez años disfrazado de vampiro. “¿Dulces?”
El hombre sonrió, revelando una hilera de dientes blancos y afilados. “Mucho mejor. Pueden intercambiar sus sueños más oscuros por un pequeño favor.”
“¿Un favor?” repitió Sarah, con su disfraz de bruja. “¿Qué tipo de favor?”
“Un favor que no les costará nada… o quizás, algo que no saben que tienen,” dijo el hombre, guiñando un ojo. “Imaginad poder volar, ser invisibles, o incluso tener el poder de controlar el tiempo. Todo lo que deben hacer es prometerme algo a cambio.”
Los niños, deslumbrados por la idea de cumplir sus deseos, comenzaron a murmurar entre ellos. “¿Qué tal si le pedimos ser superhéroes?” sugirió Timmy.
“¿Y si podemos tener un dragón?” añadió Sarah con emoción.
El Hombre de los Sueños observaba la escena con una sonrisa satisfecha. “Recuerden, pequeños, que todo sueño tiene un precio. Solo necesito que me traigan… un alma.”
“¿Una alma?” preguntó Timmy, frunciendo el ceño. “¿Qué significa eso?”
“Significa que deben encontrar a alguien que esté dispuesto a entregarla. No se preocupen, es más fácil de lo que creen,” respondió el hombre, su voz resonando en la noche. “Una vez que lo hagan, sus deseos se harán realidad.”
Los niños se miraron entre sí, dudando. “¿Y si no encontramos a nadie?” preguntó Sarah.
“Entonces, simplemente tendrán que vivir con sus sueños sin cumplir,” dijo el hombre, encogiéndose de hombros. “La elección es suya.”
Con el tiempo, la curiosidad y la ambición pudieron más que el miedo. Los niños comenzaron a hacer planes, buscando a alguien a quien convencer. Al caer la noche, se separaron, cada uno con un objetivo en mente.
Timmy, decidido a conseguir su deseo de volar, pensó en su vecino anciano, el señor Jenkins, un hombre solitario que rara vez salía de casa. “Él siempre está triste,” murmuró para sí. “Tal vez le gustaría un poco de compañía.” Con esa idea en mente, se dirigió a la casa del anciano.
Al llegar, Timmy tocó la puerta con nerviosismo. “¡Señor Jenkins! Soy yo, Timmy. ¿Puedo entrar?”
El anciano, con su voz rasposa, lo invitó a pasar. “¿Qué deseas, pequeño?”
“Quiero… quiero hacerte una pregunta,” empezó Timmy, sintiéndose cada vez más incómodo. “¿Te gustaría ser joven otra vez?”
El señor Jenkins lo miró con tristeza. “Oh, niño, eso sería un sueño. Pero, ¿qué estarías dispuesto a darme a cambio?”
“Solo… solo un pequeño favor,” dijo Timmy, recordando las palabras del extraño. “Nada más.”
El anciano sonrió, una chispa de esperanza en sus ojos apagados. “Entonces, ¿por qué no? Estoy cansado de esta vida. Si me ofreces un nuevo comienzo, lo acepto.”
Timmy sintió un escalofrío recorrer su espalda. ¿Qué había hecho? Pero la promesa de volar era demasiado tentadora. “Gracias, señor Jenkins,” murmuró, y salió corriendo de la casa, su corazón latiendo con fuerza.
Mientras tanto, Sarah había encontrado a su amiga Lucy, una niña que siempre había sido su sombra. “Lucy, ¿te gustaría ser parte de algo grande?” le preguntó, sus ojos brillando con malicia.
“¿Qué tienes en mente?” preguntó Lucy, intrigada.
“Solo… un pequeño favor,” respondió Sarah, sus labios curvándose en una sonrisa. “Te prometo que será divertido.”
A medida que la noche avanzaba, los niños regresaron al lugar donde el Hombre de los Sueños los esperaba. “¿Tienen el alma?” preguntó, su voz resonando con un eco sobrenatural.
Timmy, con el corazón en la mano, asintió. “Sí, aquí está.”
El hombre sonrió, sus ojos destilando una oscuridad profunda. “Perfecto. Ahora, ¿cuáles son sus deseos?”
“¡Quiero volar!” gritó Timmy, su voz llena de euforia.
“Y yo quiero un dragón,” añadió Sarah.
El Hombre de los Sueños levantó su mano, y un destello de luz envolvió a los niños. En un instante, se sintieron ligeros, como si pudieran elevarse por los aires. Pero, en un giro escalofriante, las risas se convirtieron en gritos.
“¿Qué está pasando?” gritó Timmy, sintiendo que algo lo atrapaba.
“¡No! ¡No puede ser!” exclamó Sarah, mientras la sombra del hombre se alzaba sobre ellos.
“El precio de los sueños es siempre alto,” dijo el hombre, su voz resonando en la oscuridad. “Sus almas son ahora parte de mi colección.”
Los niños, atrapados en un mundo de pesadillas, se dieron cuenta de que sus deseos habían sido una trampa. Mientras sus cuerpos se desvanecían en la nada, la risa del Hombre de los Sueños resonó en la noche, un recordatorio escalofriante de que, a veces, los sueños pueden convertirse en los mayores miedos.
Y en el pueblo de Eldridge, cada Halloween, los ecos de sus risas perdidas se mezclaban con el viento, un lamento eterno por los sueños que nunca se cumplirían.