La vieja mansión de los Whitmore se alzaba, imponente y sombría, en las afueras del pueblo. Sus ventanas rotas y su fachada descascarada la convertían en un lugar que los niños evitaban. Pero no aquella noche. Esa noche, un grupo de adolescentes, impulsados por la curiosidad y el desafío, se adentrarían en sus entrañas, sin saber que estaban a punto de desatar una pesadilla.
Eran las nueve en punto cuando Alex, Emma, Lucas y Sara se encontraron en la verja oxidada que rodeaba la propiedad. La luna llena iluminaba tenuemente el camino, y el viento frío de octubre susurraba entre los árboles desnudos.
—¿Estás seguro de esto, Alex? —preguntó Emma, abrazándose para protegerse del frío.
—Claro, Em. Es solo una casa vieja. Además, ¿no quieres saber qué hay adentro? —respondió Alex con una sonrisa desafiante.
Sara, la más supersticiosa del grupo, miró a su alrededor con inquietud. Había algo en el aire que no le gustaba.
—Deberíamos irnos. Esto no me parece buena idea —dijo, mordiéndose el labio.
—Vamos, Sara. No seas gallina —bromeó Lucas, dándole un leve empujón.
Con linternas en mano, atravesaron el jardín descuidado y empujaron la pesada puerta de madera. Un chirrido ensordecedor resonó en la oscuridad, como si la casa misma se quejara de su intrusión. El interior estaba cubierto de polvo y telarañas, y el aire olía a humedad y descomposición.
—Miren esto —dijo Alex, señalando una escalera que descendía al sótano.
—No me gusta la idea de bajar ahí —murmuró Sara.
—Vamos, solo un vistazo rápido —insistió Emma.
La escalera crujió bajo su peso mientras descendían. El sótano estaba aún más oscuro y frío que el resto de la casa. En el centro de la habitación, iluminada por un rayo de luna que se filtraba por una ventana rota, había una mesa cubierta con una sábana blanca.
—¿Qué crees que hay ahí? —preguntó Lucas, acercándose con cautela.
Alex, siempre el más valiente, tiró de la sábana, revelando una colección de muñecas antiguas. Había decenas de ellas, de porcelana y trapo, todas con expresiones inquietantemente realistas.
—Esto es… extraño —dijo Emma, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.
—Son solo muñecas —dijo Alex, levantando una de ellas. Pero en el fondo de sus ojos de vidrio, algo parecía moverse.
De repente, la puerta del sótano se cerró de golpe, sumiéndolos en la oscuridad total. Sara gritó y Lucas encendió su linterna, apuntando hacia la mesa. Las muñecas estaban en la misma posición, pero algo había cambiado en sus rostros. Ahora parecían estar observándolos con una intensidad malévola.
—Esto no está bien —dijo Sara, retrocediendo.
—Tranquila, debe haber sido el viento —intentó calmarla Alex, aunque su voz también temblaba.
Emma se acercó a la puerta y trató de abrirla, pero estaba atrancada.
—No se abre —dijo, con pánico en su voz.
De repente, una risa infantil resonó en el sótano, helándoles la sangre. Las muñecas comenzaron a moverse, girando sus cabezas lentamente hacia los adolescentes. Sus ojos brillaban con una luz siniestra.
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Lucas, corriendo hacia la puerta y golpeándola con todas sus fuerzas.
Las muñecas se levantaron de la mesa y comenzaron a avanzar hacia ellos, sus pequeños pies resonando en el suelo de madera. Eran lentas, pero implacables.
—¡Ayuda! —gritó Emma, intentando empujar la puerta junto a Lucas.
Sara se quedó paralizada, observando cómo una de las muñecas se acercaba a ella. Sus labios de porcelana se curvaron en una sonrisa cruel.
—¿Por qué nos haces esto? —murmuró, con lágrimas en los ojos.
La muñeca levantó una mano, y Sara sintió un dolor agudo en el pecho. Cayó al suelo, sin poder moverse, mientras las muñecas rodeaban a sus amigos.
—¡Sara! —gritó Alex, tratando de alcanzarla, pero fue detenido por otra muñeca que le cortó el paso.
Emma y Lucas seguían forcejeando con la puerta, pero era inútil. Las muñecas estaban demasiado cerca. Una de ellas saltó sobre Lucas, clavando sus diminutas manos en su cuello. Él cayó al suelo, retorciéndose de dolor.
—¡No, por favor! —suplicó Emma, retrocediendo hasta quedar atrapada contra la pared.
Alex, en un último intento desesperado, agarró una de las muñecas y la estrelló contra el suelo. Pero en lugar de romperse, la muñeca se levantó, ilesa, y se lanzó sobre él.
Las muñecas rodearon a Emma, sus risitas llenando el aire. Ella sabía que no había escapatoria. Cerró los ojos, esperando lo inevitable.
Cuando la policía llegó a la mansión al día siguiente, encontraron la puerta del sótano abierta de par en par. Dentro, había cuatro cuerpos, desfigurados y retorcidos en posiciones imposibles. Lo más inquietante era que, en cada uno de sus rostros, había una expresión de terror absoluto.
Las muñecas estaban de vuelta en la mesa, inmóviles y silenciosas, como si nada hubiera ocurrido. Pero en el fondo de sus ojos de vidrio, una chispa de malicia seguía ardiendo. Sabían que tarde o temprano, alguien más vendría a jugar.