La niebla se cernía sobre el Bosque de Sombras como un manto pesado, ocultando los secretos que yacían entre sus árboles retorcidos. El detective Javier Ortega, un hombre de mediana edad con un pasado marcado por tragedias personales, se adentró en el bosque con una linterna en mano y un cuaderno de notas en el bolsillo. Las desapariciones de varias personas en la zona habían despertado su instinto profesional, pero también su curiosidad.
—No puedo creer que me hayan asignado este caso —murmuró para sí mismo, mientras sus pasos resonaban en el suelo cubierto de hojas muertas—. Un bosque embrujado… ¿quién se lo va a creer?
La primera desaparición había sido la de un joven llamado Lucas, un aventurero que se había adentrado en el bosque en busca de emociones. La segunda, la de una anciana que solía pasear por el mismo sendero cada mañana. Las historias sobre el bosque eran inquietantes: los lugareños hablaban de sombras que se movían por sí solas y susurros que parecían provenir de los árboles.
Mientras el detective caminaba, el aire se volvió más denso y frío. Un escalofrío recorrió su espalda. ¿Qué es lo que realmente ocurre aquí? Se preguntó, sintiendo que algo lo observaba.
De repente, un crujido resonó a su izquierda. Giró rápidamente la cabeza, iluminando con su linterna la espesura. No había nada. Solo sombras danzantes.
—¡Hola! —gritó, intentando romper el silencio opresivo—. ¡Soy el detective Ortega! Estoy aquí para investigar.
El eco de su voz se perdió entre los árboles. La sensación de ser observado se intensificó. ¿Y si no estoy solo? pensó, apretando el cuaderno contra su pecho.
Continuó su camino, tomando nota de cada detalle. Los árboles parecían más altos y más oscuros a medida que se adentraba en el bosque. Las ramas se entrelazaban como dedos esqueléticos, y el viento susurraba palabras ininteligibles.
Tras unos minutos, se encontró con un claro. En el centro, había una vieja cabaña de madera, cubierta de hiedra y musgo. La puerta estaba entreabierta, como si invitará a entrar.
—Esto es extraño… —murmuró, acercándose cautelosamente.
Empujó la puerta, que chirrió ominosamente. Dentro, el aire estaba impregnado de un olor a humedad y descomposición. Una mesa estaba cubierta de polvo, y las paredes estaban decoradas con retratos de personas que parecían mirarlo fijamente.
—¿Quiénes son? —preguntó en voz alta, como si esperara una respuesta.
Un sonido proveniente del piso superior hizo que su corazón se acelerara. ¿Alguien más está aquí? Se preguntó, mientras subía las escaleras con cautela. Cada paso resonaba en el silencio, como un tambor que marcaba el compás de su creciente ansiedad.
Al llegar al segundo piso, encontró una habitación pequeña, oscura y desordenada. Las ventanas estaban cubiertas con trapos viejos y sucios. En el centro, una silla mecedora se movía lentamente, como si alguien hubiera estado sentado en ella.
—¿Hola? —llamó, intentando mantener la calma.
No hubo respuesta, solo el crujido de la madera. Entonces, vio algo que lo hizo detenerse en seco: una serie de fotos colgadas en la pared. Eran imágenes de las personas desaparecidas, todas sonriendo, pero con una sombra oscura detrás de ellas.
—Esto no tiene sentido… —susurró, sintiendo que el aire se volvía más pesado.
De repente, un susurro helado se oyó detrás de él:
—¿Por qué has venido aquí?
Javier se giró rápidamente, pero no había nadie. Solo la silla mecedora, que seguía moviéndose.
—¿Quién está ahí? —gritó, sintiendo cómo el terror comenzaba a apoderarse de él.
Sin respuesta, dio un paso atrás, tropezando con un tablón suelto. La cabaña pareció temblar a su alrededor. Necesito salir de aquí, pensó, y se apresuró a bajar las escaleras.
Al salir, el bosque parecía diferente. Las sombras eran más densas, y el viento soplaba con fuerza, llevándose consigo sus pensamientos.
De repente, un grito desgarrador resonó entre los árboles. Javier se detuvo en seco, su corazón latiendo con fuerza. ¿Era un grito humano? Se preguntó, sintiendo la adrenalina correr por sus venas.
Sin pensar, se dirigió hacia la dirección del grito. Corrió entre los árboles, esquivando ramas y raíces traicioneras. Finalmente, llegó a un claro, donde encontró a una mujer de pie, mirando hacia el suelo.
—¡¿Qué ha pasado?! —gritó, acercándose rápidamente.
La mujer, de cabello desordenado y ojos desorbitados, levantó la vista, y Javier sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.
—Ellos… están aquí… —susurró, temblando—. Los atraparán.
—¿Quiénes? —preguntó, sintiéndose cada vez más inquieto.
—Las sombras… —respondió, señalando a los árboles—. Ellas se llevan a la gente.
Javier miró a su alrededor, sintiendo cómo la atmósfera se volvía más opresiva. No puedo quedarme aquí, pensó, y decidió que debía llevar a la mujer a un lugar seguro.
—Ven, tenemos que salir de aquí —dijo, extendiendo su mano.
Pero ella retrocedió, aterrorizada.
—No puedo… no puedo irme… —murmuró, mirando hacia el bosque con una mezcla de miedo y resignación.
—¡Tienes que hacerlo! —insistió, sintiendo que el tiempo se acababa.
En ese momento, un susurro resonó entre los árboles, más fuerte, como si estuvieran hablando en un idioma antiguo. La mujer se cubrió los oídos, gritando.
—¡No! ¡No me lleven!
Javier sintió que el pánico comenzaba a apoderarse de él. Esto es una locura, pensó, mientras la mujer caía de rodillas, atrapada en su propio terror.
—¡Por favor! —gritó—. ¡Ven conmigo!
Pero era demasiado tarde. Las sombras comenzaron a moverse, alargándose y retorciéndose, como serpientes que se acercaban a su presa. Javier sintió un impulso de escapar, pero no podía dejarla allí.
—¡Mierda! —exclamó, y se lanzó hacia ella, intentando ayudarla a levantarse.
Las sombras se abalanzaron sobre ellos, y en un instante, Javier fue envuelto en una oscuridad abrumadora. Sintió cómo lo arrastraban, mientras la mujer gritaba su nombre.
No puedo morir aquí, pensó, luchando contra la fuerza invisible. Pero las sombras eran más fuertes.
De repente, todo se detuvo. La oscuridad se disipó, y Javier se encontró de pie en el claro, pero la mujer había desaparecido.
—¿Dónde estás? —gritó, sintiendo que la desesperación lo invadía.
No había respuesta. Solo el silencio del bosque.
Javier se dio cuenta de que estaba solo. ¿Qué ha pasado? Se preguntó, mientras el miedo comenzaba a consumirlo.
Decidió regresar a la cabaña, con la esperanza de encontrar alguna pista sobre la mujer y las desapariciones. Caminó de vuelta, sintiendo que cada sombra lo observaba.
Al llegar, la cabaña parecía aún más siniestra. Las ventanas estaban ahora completamente cubiertas, y la puerta se cerró de golpe tras él.
—¡No puede ser! —gritó, intentando abrirla, pero estaba atascada.
Un ruido proveniente del piso superior lo hizo detenerse. ¿Qué más puede suceder? Pensó, mientras subía las escaleras una vez más, con el corazón latiendo desbocado.
Al llegar al segundo piso, encontró la habitación donde había visto las fotos. Pero ahora, las imágenes estaban desordenadas, y en el centro de la habitación, la silla mecedora estaba vacía.
—¿Dónde está ella? —murmuró, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.
De repente, un susurro resonó a su alrededor, envolviéndolo en un frío helado.
—No puedes escapar…
Javier se giró, intentando encontrar la fuente de la voz, pero no había nadie.
—¡¿Quién eres?! —gritó, sintiendo cómo la desesperación lo invadía.
La respuesta fue un eco de risas, resonando en su mente. No estás solo, Javier… nunca lo has estado.
El detective sintió que el suelo temblaba bajo sus pies. Las sombras comenzaron a materializarse, tomando forma humana, pero con rostros distorsionados y ojos vacíos. No son personas, pensó, mientras el terror se apoderaba de él.
Las sombras se acercaron, susurrando palabras ininteligibles. Javier retrocedió, buscando una salida, pero cada vez que intentaba escapar, las sombras lo rodeaban.
—¡Déjenme en paz! —gritó, sintiendo que su cordura se desvanecía.
Pero las sombras no se detuvieron. Se acercaron más, y Javier sintió cómo su cuerpo se paralizaba. ¿Qué quieren de mí? Se preguntó, mientras su mente comenzaba a perderse en la oscuridad.
En ese instante, recordó a la mujer. Ella sabía algo… pensó, sintiendo que debía luchar.
—¡No me llevarán! —gritó, y con todas sus fuerzas, empujó a la sombra más cercana.
Pero no era suficiente. Las sombras lo envolvieron por completo, y en un instante, todo se volvió negro.
Cuando Javier volvió a abrir los ojos, se encontraba de pie en el mismo claro, donde todo había comenzado. La niebla se había disipado, y el bosque parecía tranquilo. ¿Qué ha pasado? Se preguntó, sintiendo que algo no encajaba.
Al mirar a su alrededor, vio que las fotos de las personas desaparecidas estaban colgadas en los árboles, como un macabro recordatorio.
—¿Qué…? —murmuró, sintiendo que la realidad se desvanecía.
De repente, escuchó pasos detrás de él. Se giró y vio a la mujer, sonriendo, pero su rostro estaba pálido y sus ojos vacíos.
—Bienvenido de nuevo, Javier —dijo, con una voz suave pero inquietante.
—¿Qué has hecho? —preguntó, sintiendo que su corazón se detenía.
—Ahora eres parte de nosotros —respondió, mientras las sombras comenzaban a rodearlo nuevamente.
Javier comprendió en ese momento que el bosque no era solo un lugar de desapariciones. Era un ser vivo, que se alimentaba del miedo y el sufrimiento. No hay salida… pensó, mientras las sombras lo envolvían una vez más.
Y así, el detective Ortega se convirtió en una de las muchas almas atrapadas en el Bosque de Sombras, donde el misterio nunca se resolvería y el terror continuaría acechando a aquellos que se atrevían a entrar.