El viento soplaba con furia sobre el páramo desolado, arrastrando consigo ecos de lamentos que erizaban la piel. Nadie en el pueblo cercano hablaba del lugar, pero todos sabían que estaba allí, al borde de la realidad y el olvido. Se decía que las almas atormentadas por una tragedia olvidada vagaban sin descanso, sus gritos resonando en la noche como un coro macabro.
Marcos nunca había creído en esas historias. Era un hombre práctico, un escéptico que se burlaba de las supersticiones. Pero la curiosidad, ese veneno sutil, lo llevó a aceptar la apuesta de sus amigos. Tenía que pasar una noche en el Páramo de los Lamentos.
—¿De verdad vas a hacerlo? —preguntó Ana, su novia, con una mezcla de preocupación y desaprobación en los ojos.
—Claro que sí, Ana. No hay nada allí más que viento y rocas. Volveré al amanecer y les demostraré a todos que no hay nada que temer.
Ana no respondió. Sabía que discutir con Marcos era inútil. Se despidieron con un beso breve y frío, y él partió hacia el páramo con una linterna y una mochila llena de provisiones.
El camino era tortuoso, y a medida que avanzaba, la vegetación se volvía más escasa, hasta que solo quedaron piedras y tierra seca. Al llegar al centro del páramo, Marcos encendió una fogata y se sentó a esperar. La noche cayó rápidamente, y con ella, el viento comenzó a susurrar.
Al principio, los sonidos eran vagos, casi imperceptibles. Pero con el paso de las horas, los lamentos se hicieron más claros. Eran gritos de desesperación, sollozos de dolor, voces que clamaban por justicia.
—¡Ayúdanos!
Marcos se levantó de un salto, agudizando el oído. La voz había sonado tan cerca, tan real. Pero no había nadie. Solo el páramo y la oscuridad.
—¿Quién está ahí? —gritó, intentando sonar valiente.
No hubo respuesta, solo más lamentos. Decidió investigar, caminando en círculos alrededor de su fogata. La linterna iluminaba apenas unos metros a su alrededor, y en la penumbra, las sombras parecían moverse por voluntad propia.
De repente, tropezó con algo en el suelo. Al iluminarlo, vio un esqueleto humano, medio enterrado en la tierra. Un escalofrío recorrió su espalda. ¿Qué había pasado allí?
—¡Ayúdanos! —la voz volvió a sonar, esta vez más cerca.
Marcos siguió el sonido, alejándose de la fogata. Los lamentos se intensificaban, guiándolo como un macabro faro. Finalmente, llegó a un claro donde la tierra parecía más oscura, casi negra. Allí, en el centro, había una fosa común llena de esqueletos.
—¿Qué demonios…? —murmuró, horrorizado.
De repente, sintió una mano helada en su hombro. Se giró bruscamente y se encontró cara a cara con una figura espectral. Era una mujer, su rostro demacrado y sus ojos vacíos.
—Ayúdanos, por favor —dijo la figura, su voz un susurro cargado de dolor.
—¿Qué quieres? —preguntó Marcos, retrocediendo.
—Justicia. Paz. Libéranos de este tormento.
Antes de que pudiera responder, la figura se desvaneció, y los lamentos se hicieron ensordecedores. Marcos cayó de rodillas, tapándose los oídos, pero los gritos seguían resonando en su mente. Desesperado, corrió de regreso a la fogata, pero el camino parecía interminable.
Finalmente, llegó a su campamento, solo para encontrarlo destruido. La fogata estaba apagada, y su mochila yacía desparramada por el suelo. Sintió una presencia detrás de él y se giró, encontrándose con otra figura espectral, esta vez un hombre.
—Nos traicionaron. Nos mataron. Ayúdanos a descansar en paz —dijo el espectro, con una voz que parecía venir de otro mundo.
Marcos no sabía qué hacer. Sentía que estaba perdiendo la cordura. Pero entonces, recordó algo que había leído en un viejo libro de leyendas: para liberar las almas atormentadas, debía descubrir la verdad detrás de su tragedia.
—¿Quiénes te traicionaron? —preguntó, intentando mantener la calma.
—Los del pueblo. Nos acusaron de brujería. Nos quemaron vivos.
Marcos sintió un nudo en el estómago. ¿Era posible que su propio pueblo hubiera cometido tal atrocidad? No podía quedarse allí más tiempo. Tenía que volver y averiguar la verdad.
Corrió sin detenerse, los lamentos persiguiéndolo hasta el borde del páramo. Al llegar al pueblo, se dirigió a la biblioteca, buscando entre los archivos antiguos. Finalmente, encontró un documento que confirmaba la historia: hace siglos, un grupo de aldeanos había sido acusado de brujería y ejecutado en el páramo.
Con el corazón latiendo con fuerza, se dirigió a la iglesia, donde sabía que encontraría al párroco, el único que podría ayudarlo a realizar un ritual de exorcismo. Tocó la puerta con desesperación, y el anciano sacerdote lo recibió con una mirada preocupada.
—Padre, necesito su ayuda. Las almas del páramo… están atrapadas. Necesitan ser liberadas.
El párroco asintió solemnemente y preparó los elementos necesarios. Juntos, volvieron al páramo, donde los lamentos eran más fuertes que nunca. Con una voz firme, el sacerdote comenzó a recitar las oraciones, y Marcos sintió una extraña calma descender sobre el lugar.
Pero entonces, algo salió mal. Las figuras espectrales comenzaron a rodearlos, sus rostros llenos de ira y desesperación. El párroco gritó, pero su voz fue ahogada por los lamentos.
—¡Nos traicionaste! —gritó una de las figuras, señalando al sacerdote.
Marcos comprendió demasiado tarde: el párroco era descendiente de los que habían cometido la atrocidad. Los espíritus no buscaban liberación; buscaban venganza.
—¡Corre, Marcos! —gritó el sacerdote, pero antes de que pudiera moverse, las figuras espectrales lo atraparon, arrastrándolo hacia la fosa común.
Marcos intentó huir, pero las sombras lo rodearon. Sintió manos heladas agarrándolo, y los lamentos se convirtieron en gritos de triunfo. Su visión se nubló, y la última imagen que vio fue el rostro de Ana, llorando en la distancia.
El páramo volvió a la calma, sus lamentos cesando momentáneamente. Pero ahora, había una nueva voz en el coro macabro, una voz que clamaba por justicia y que nunca encontraría paz.
Y así, el Páramo de los Lamentos siguió siendo un lugar de pesadilla, donde las almas atormentadas vagaban eternamente, esperando a la próxima víctima que se atreviera a desafiar su maldición.