Había una vez un pequeño pingüino llamado Pablo que vivía en una gran colonia de pingüinos en la helada Antártida. Pablo era un pingüino curioso. Mientras sus amigos jugaban en la nieve, él miraba hacia el horizonte, donde el cielo se encontraba con el mar. “¿Qué habrá más allá de los hielos?” se preguntaba.
Un día, mientras jugaba cerca de un iceberg, Pablo se encontró con su amiga Lila, una pingüina muy juguetona.
—¡Hola, Pablo! —dijo Lila—. ¿Qué haces mirando al mar?
—Hola, Lila —respondió Pablo—. Estoy pensando en ser un explorador y descubrir qué hay más allá de este lugar.
Lila se rió y dijo:
—¡Pero Pablo! ¡Eres un pingüino! Los pingüinos no son exploradores, ¡son nadadores!
Pablo se sintió un poco triste, pero no dejó que eso lo detuviera. “Quiero ver el mundo, quiero ser valiente,” pensó. Así que decidió que al día siguiente comenzaría su aventura.
Esa mañana, Pablo se preparó. Se puso su bufanda roja, que le había tejido su mamá, y se despidió de sus amigos.
—¡Adiós, Pablo! —gritaron todos—. ¡Ten cuidado!
Pablo sonrió y les dijo:
—¡No se preocupen! ¡Seré un gran explorador!
Con su corazón latiendo rápido, Pablo nadó hacia el mar abierto. Las aguas eran frías, pero él estaba decidido. Mientras nadaba, vio muchas cosas maravillosas: peces de colores, medusas que brillaban y hasta un grupo de focas que jugaban en la superficie.
—¡Mira eso! —gritó Pablo emocionado—. ¡El mar es increíble!
Pero pronto se dio cuenta de que el mar también podía ser un poco aterrador. Las olas eran grandes y el viento soplaba fuerte. Pablo empezó a sentir miedo.
—Tal vez no debería haber salido tan lejos —pensó—. ¿Y si no puedo volver?
Justo cuando Pablo estaba a punto de rendirse, escuchó una voz. Era un viejo pingüino llamado Don Ramón, que nadaba cerca.
—¿Qué te pasa, pequeño? —preguntó Don Ramón con voz suave.
—Quiero ser un explorador, pero tengo miedo —respondió Pablo—. No sé si podré regresar a casa.
Don Ramón sonrió y dijo:
—Es normal sentir miedo, Pablo. Lo importante es aprender a confiar en ti mismo. A veces, los exploradores no son los que van lejos, sino los que se enfrentan a sus miedos.
Pablo pensó en lo que dijo Don Ramón.
—¿Tú también eres un explorador? —preguntó Pablo, curioso.
—Sí, he nadado por muchos mares y he visto muchas cosas —contestó Don Ramón—. Pero siempre regreso a casa, porque allí es donde me siento seguro.
Con esas palabras en mente, Pablo decidió seguir nadando, esta vez con más confianza. “Voy a ser valiente,” se dijo a sí mismo.
Nadó un poco más y, de repente, vio algo brillante en el fondo del mar. Era un tesoro de conchas y piedras preciosas. ¡Nunca había visto algo tan hermoso!
—¡Mira, Don Ramón! —gritó Pablo—. ¡He encontrado un tesoro!
Don Ramón se acercó y, al ver el tesoro, sus ojos se iluminaron.
—¡Eso es maravilloso, Pablo! —dijo—. Has hecho un gran descubrimiento.
Pablo se sintió orgulloso. “Soy un explorador,” pensó. “Y he encontrado algo increíble.”
Después de un rato, Pablo decidió que era hora de regresar. Nadó junto a Don Ramón, quien lo acompañó de vuelta a la colonia. Cuando llegaron, todos los pingüinos estaban esperándolo.
—¡Pablo! —gritaron sus amigos—. ¡Te extrañamos!
—¿Qué hiciste? —preguntó Lila, llena de curiosidad.
Pablo sonrió y dijo:
—¡Encontré un tesoro! Y aprendí que ser un explorador no es solo sobre ir lejos, sino también sobre confiar en uno mismo.
Todos los pingüinos aplaudieron y Lila le dijo:
—¡Eres el mejor explorador, Pablo!
Desde ese día, Pablo siguió explorando, pero siempre volvía a casa, donde se sentía seguro y querido. Y así, el pequeño pingüino que quería ser explorador aprendió que la verdadera aventura estaba en su corazón.