En un rincón olvidado de la ciudad, donde las calles parecían susurrar secretos a los transeúntes, se encontraba una pequeña tienda de relojes. El letrero, desgastado por el tiempo, apenas se leía: «El Relojero de los Tiempos Perdidos». Dentro, el aire estaba impregnado de un aroma a madera vieja y aceite de engranajes. Cada rincón de la tienda estaba ocupado por relojes de todas las formas y tamaños, algunos tan antiguos que parecían haber sido testigos de siglos de historia.
El dueño de la tienda, un hombre de cabello gris y manos hábiles, se llamaba Ernesto. Pasaba sus días ajustando, reparando y, en ocasiones, creando relojes. Pero lo que pocos sabían era que Ernesto tenía un don especial: podía alterar el tiempo. No era algo que hiciera a menudo, pues entendía que jugar con el tiempo era una responsabilidad enorme. Sin embargo, había ocasiones en que no podía resistir la tentación de usar su habilidad.
Una noche, mientras ajustaba un reloj de péndulo que había pertenecido a un noble del siglo XVIII, escuchó el tintineo de la campanilla de la puerta. Levantó la vista y vio a una mujer joven, con ojeras profundas y una expresión de desesperación en el rostro.
—Buenas noches —dijo Ernesto, dejando el reloj sobre el mostrador—. ¿En qué puedo ayudarte?
—Buenas noches —respondió la mujer con voz temblorosa—. Me llamo Clara. Necesito tu ayuda… no puedo dormir. Hace semanas que no duermo más de una hora seguida. He probado de todo, pero nada funciona.
Ernesto la miró con compasión. Sabía que el insomnio podía ser un tormento. Sin embargo, también sabía que alterar el tiempo para ayudarla podría tener consecuencias.
—Clara, lo que me pides es complicado. Jugar con el tiempo no es algo que deba tomarse a la ligera. Pero dime, ¿qué es lo que te quita el sueño?
Clara suspiró y bajó la mirada.
—Hace un año, mi esposo, Gabriel, murió en un accidente. Desde entonces, no he podido encontrar paz. Cada vez que cierro los ojos, revivo ese momento una y otra vez.
Ernesto asintió lentamente. Comprendía el dolor de Clara y sabía que su habilidad podría ofrecerle un respiro, aunque fuera temporal.
—Voy a ayudarte, pero debes prometerme que no abusarás de esto. El tiempo es frágil y cualquier alteración puede tener repercusiones.
Clara asintió con determinación.
Ernesto se dirigió a la parte trasera de la tienda, donde guardaba un reloj especial, uno que había creado hace muchos años. Era un reloj de bolsillo, con una esfera de cristal que parecía contener un universo en miniatura. Lo tomó con cuidado y regresó al mostrador.
—Este reloj —dijo Ernesto— tiene la capacidad de detener el tiempo para quien lo posea. Podrás dormir sin interrupciones, pero debes usarlo con prudencia.
Clara tomó el reloj con manos temblorosas y lo observó con asombro.
—Gracias, Ernesto. No sé cómo podré pagarte esto.
—No te preocupes por eso ahora. Solo recuerda ser cuidadosa.
Clara se despidió y salió de la tienda con el reloj en su bolso. Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, durmió profundamente. El reloj había detenido el tiempo para ella, permitiéndole descansar sin ser atormentada por sus pesadillas.
Los días pasaron y Clara comenzó a sentirse mejor. Sin embargo, un día, la tentación de usar el reloj para algo más la invadió. Se encontraba en una reunión de trabajo, abrumada por la cantidad de tareas pendientes. Sacó el reloj y lo activó, deteniendo el tiempo para poder terminar su trabajo sin presión.
Al principio, todo parecía ir bien. Clara usaba el reloj para pequeñas cosas: leer un libro sin interrupciones, disfrutar de un paseo por el parque sin preocuparse por el tiempo. Pero pronto, empezó a notar que algo no estaba bien. Las personas a su alrededor parecían más cansadas, irritables, como si estuvieran perdiendo el mismo sueño que ella recuperaba.
Una noche, mientras dormía, tuvo un sueño extraño. En él, Ernesto aparecía frente a ella, con una expresión grave en el rostro.
—Clara, has abusado del reloj. El tiempo no es algo que pueda manipularse sin consecuencias. Cada vez que detienes el tiempo, estás robando momentos de otros.
Clara despertó sobresaltada, con el reloj aún en su mano. Comprendió que debía devolverlo a Ernesto y enfrentar las consecuencias de sus acciones.
Al día siguiente, regresó a la tienda. Ernesto la recibió con una mirada triste, como si ya supiera lo que había sucedido.
—Ernesto, lo siento. No debí usar el reloj de esa manera.
—Lo sé, Clara. Pero ahora debemos arreglar el daño.
Ernesto tomó el reloj y lo guardó en su lugar especial. Luego, tomó un reloj de arena y lo volteó, dejando que la arena comenzara a caer.
—El tiempo debe fluir naturalmente. No podemos cambiar lo que ya ha pasado, pero podemos aprender a vivir con ello.
Clara asintió, comprendiendo la lección. A partir de ese día, decidió enfrentar su dolor y encontrar una manera de seguir adelante sin depender de trucos ni artificios.
Ernesto continuó con su trabajo en la tienda, sabiendo que su habilidad era tanto un don como una carga. Y cada vez que alguien entraba en su tienda en busca de ayuda, les recordaba que el tiempo es algo precioso, que no debe tomarse a la ligera.
Y así, en la pequeña tienda de relojes, el tiempo siguió su curso, implacable pero justo, recordando a todos que, aunque los momentos perdidos no pueden recuperarse, siempre hay una oportunidad para crear nuevos recuerdos.