El viento aullaba entre los árboles del viejo cementerio de San Rafael, un lugar olvidado por el tiempo y por la memoria de los vivos. Las lápidas, cubiertas de musgo y enredaderas, parecían susurrar secretos antiguos a aquellos lo suficientemente valientes como para escuchar. Nadie en el pueblo cercano se atrevía a poner un pie en ese lugar después del anochecer; las historias de desapariciones y extrañas apariciones habían convertido al cementerio en un sitio prohibido. Sin embargo, para Clara y Martín, dos jóvenes exploradores urbanos, esas advertencias no eran más que cuentos de viejas.
—Vamos, Clara, no seas cobarde —dijo Martín, iluminando el camino con su linterna. La luz parpadeaba, creando sombras danzantes que parecían tener vida propia.
—No es eso, Martín. Es solo que… hay algo en este lugar que me pone la piel de gallina —respondió Clara, abrazándose a sí misma para protegerse del frío que parecía emanar de las tumbas.
Se adentraron más en el cementerio, siguiendo un sendero apenas visible. Las lápidas se volvieron más grandes y ornamentadas a medida que avanzaban, indicando que estaban llegando a la parte más antigua del camposanto. De repente, Clara se detuvo en seco.
—¿Escuchaste eso? —susurró, sus ojos abiertos de par en par.
—¿Qué cosa? —Martín se giró hacia ella, visiblemente molesto por la interrupción.
—Un susurro… como si alguien estuviera hablando —Clara temblaba, pero no de frío.
Martín se rió, un sonido que resonó en la quietud del lugar como una campana funeraria.
—Debe ser el viento, Clara. No hay nadie aquí más que nosotros.
Pero Clara no estaba convencida. Había algo en ese susurro que le parecía diferente, algo que no podía simplemente atribuir al viento. Decidida a descubrir la fuente del sonido, comenzó a caminar en dirección opuesta a Martín.
—¿A dónde vas? —preguntó él, visiblemente irritado.
—Voy a ver de dónde viene ese susurro. Tú puedes quedarte aquí si quieres.
Martín suspiró y la siguió, aunque no sin lanzar una mirada de desdén a las tumbas que los rodeaban. Caminaron en silencio durante unos minutos hasta que llegaron a una cripta antigua, sus puertas de hierro oxidadas y medio abiertas. Clara se detuvo frente a la entrada, su corazón latiendo con fuerza.
—¿De verdad quieres entrar ahí? —preguntó Martín, aunque su tono indicaba que ya conocía la respuesta.
Clara asintió y, con un último vistazo hacia su amigo, empujó las puertas. El chirrido que hicieron al abrirse resonó en la noche, un sonido que parecía despertar a los muertos. La oscuridad dentro de la cripta era casi palpable, y la linterna de Martín apenas lograba penetrarla.
—Esto es una locura —murmuró él, pero siguió a Clara adentro.
El aire dentro de la cripta era denso y pesado, con un olor a humedad y descomposición que les hizo cubrirse las narices. Clara avanzó con cautela, sus pasos resonando en el suelo de piedra. De repente, el susurro se hizo más fuerte, llenando el espacio a su alrededor.
—¿Lo escuchas ahora? —preguntó Clara, su voz apenas un murmullo.
Martín asintió, su rostro pálido.
—Sí, lo escucho. Pero no entiendo lo que dice.
El susurro parecía venir de todas partes, envolviéndolos en una cacofonía de voces ininteligibles. Clara avanzó un poco más hasta llegar al centro de la cripta, donde una gran tumba de mármol se erguía imponente. En su superficie, había inscripciones en un idioma que ninguno de los dos reconocía.
—¿Qué es esto? —preguntó Clara, pasando los dedos por las letras talladas en la piedra.
Antes de que Martín pudiera responder, la tumba comenzó a vibrar, y el susurro se convirtió en un grito ensordecedor. Las puertas de la cripta se cerraron de golpe, sumiéndolos en una oscuridad total. La linterna de Martín se apagó, dejándolos a merced de las sombras.
—¡Martín! —gritó Clara, buscando a tientas a su amigo.
—¡Estoy aquí! —respondió él, pero su voz sonaba distante, como si estuviera siendo arrastrado por una fuerza invisible.
De repente, una figura emergió de la oscuridad, su piel pálida y ojos rojos brillando como brasas. Era un vampiro, y su presencia llenó la cripta de un frío mortal. Clara retrocedió, pero no había a dónde escapar.
—Bienvenidos, mortales —dijo el vampiro, su voz un susurro que resonó en sus mentes. —He estado esperando por ustedes.
—¿Quién eres? —preguntó Martín, su voz temblando.
—Soy el guardián de este lugar, condenado a vigilar los secretos de los no-muertos. Y ustedes han despertado algo que no debían.
Clara y Martín se miraron, el terror reflejado en sus ojos.
—No queríamos… no sabíamos… —balbuceó Clara.
—El conocimiento es una carga pesada —dijo el vampiro, avanzando hacia ellos. —Y ustedes han elegido llevarlo.
Con un movimiento rápido, el vampiro se lanzó sobre Martín, sus colmillos brillando en la oscuridad. Clara gritó, pero no pudo hacer nada para detenerlo. La sangre de Martín manchó el suelo, y su cuerpo cayó inerte.
—¡No! —gritó Clara, lágrimas corriendo por su rostro.
El vampiro se giró hacia ella, sus ojos llenos de una maldad antigua.
—Tu destino será peor, mortal. Serás mi sirviente, condenado a caminar entre los muertos por toda la eternidad.
Antes de que Clara pudiera reaccionar, el vampiro la mordió, su veneno recorriendo sus venas como fuego. El dolor era insoportable, y su visión se volvió borrosa. La última imagen que vio antes de sucumbir a la oscuridad fue la sonrisa cruel del vampiro.
Cuando Clara despertó, ya no era la misma. Su piel era pálida, sus ojos rojos, y su sed de sangre insaciable. Se había convertido en una criatura de la noche, condenada a vagar por el cementerio y más allá, buscando víctimas para saciar su hambre. El susurro de los no-muertos la acompañaba siempre, recordándole el precio de su curiosidad.
Y así, el cementerio de San Rafael continuó siendo un lugar de terror y misterio, su historia enriquecida con las leyendas de los que osaron desafiar sus secretos y pagaron el precio más alto. Los susurros nunca cesaron, y aquellos que se atrevieron a escuchar encontraron un destino peor que la muerte.
El viento seguía aullando entre los árboles, llevando consigo los susurros de los no-muertos, un recordatorio eterno de que hay lugares donde los vivos no deben aventurarse.