El silbido del tren resonaba en la oscuridad, un sonido familiar que se transformaba en un eco inquietante a medida que el reloj marcaba la medianoche. El detective Samuel Ortega, un hombre de mediana edad con una reputación de resolver los casos más enrevesados, se encontraba en la estación de tren de San Isidro. Había recibido un aviso sobre una serie de desapariciones misteriosas que giraban en torno al Tren Fantasma de Medianoche, un servicio que había estado en funcionamiento desde hacía décadas, pero que en los últimos meses había cobrado notoriedad por razones siniestras.
Los pasajeros de este tren eran en su mayoría viajeros solitarios, personas que buscaban escapar de la rutina diaria. Sin embargo, en las últimas semanas, varios de ellos habían desaparecido sin dejar rastro. La policía local había descartado la posibilidad de un asesino en serie, pero Ortega sabía que había algo más profundo y oscuro en esta situación.
Mientras observaba el tren, un escalofrío recorrió su espalda. Las luces parpadeantes del convoy proyectaban sombras alargadas en el andén, como si el mismo tren estuviera vivo, esperando devorar a sus próximos pasajeros.
“¿Está usted listo para abordar, detective?” preguntó una voz detrás de él. Era Clara, la joven asistente de la estación, que había estado ayudando a Ortega en su investigación. Tenía un aire de inquietud, como si el tren también la intimidara.
“Listo o no, tengo que hacerlo. No puedo permitir que más personas desaparezcan,” respondió Ortega, ajustándose el sombrero antes de dar un paso hacia el vagón.
El interior del tren era oscuro y opresivo. Los asientos de cuero desgastado estaban vacíos, y el aire olía a moho y a algo más, algo que recordaba a la descomposición. Ortega se sentó en un asiento cerca de la ventana, mientras Clara se acomodaba a su lado.
“¿Por qué crees que nadie ha informado sobre las desapariciones?” preguntó ella, su voz temblando ligeramente.
“Quizás la gente no quiere hablar de ello. Tal vez piensen que es solo un rumor,” contestó Ortega, pero en su interior sabía que había más. “O tal vez hay algo que los mantiene callados.”
El tren comenzó a moverse, y con cada centella de luz que pasaba, Ortega sintió que el tiempo se distorsionaba. Las sombras parecían cobrar vida, y el silencio se volvía ensordecedor. Las luces del tren parpadeaban, y de repente, una figura apareció al final del pasillo.
“¿Quién va ahí?” gritó Ortega, levantándose de su asiento. La figura se detuvo, y una risa suave y melancólica llenó el aire.
“Soy solo un viajero, detective,” dijo un hombre de aspecto desaliñado, con una mirada perdida en sus ojos. “Solo un viajero que busca su camino de regreso.”
“¿Qué quieres decir con eso?” preguntó Ortega, sintiendo que la tensión aumentaba.
“Este tren no lleva a ningún lugar, sino a donde los perdidos se encuentran,” respondió el hombre, su voz resonando como un eco en el vagón. “Muchos han subido, pocos han bajado.”
Clara se encogió en su asiento, mirando al hombre con miedo. “¿Qué estás diciendo? ¿Qué te pasó a ti?”
“Yo… yo estaba buscando a alguien,” murmuró el hombre, su mirada vacía. “Pero ya no importa. Ahora soy parte de este lugar.”
Ortega sintió un escalofrío recorrer su espalda. “¿Cómo se llama este tren?”
“Se le llama el Tren Fantasma de Medianoche porque los que suben nunca regresan,” dijo el hombre, antes de desvanecerse en la oscuridad del vagón.
“¿Lo viste, Clara?” preguntó Ortega, mirando a su asistente, pero ella estaba pálida y temblando.
“Sí, lo vi. Pero… ¿qué significa todo esto?”
De repente, el tren frenó bruscamente, y las luces se apagaron por completo. Una oscuridad profunda envolvió el vagón, y el silencio se volvió opresivo. Ortega sacó su linterna, iluminando el pasillo, pero no había rastro del hombre.
“Clara, mantente cerca de mí,” dijo Ortega, su voz firme a pesar de la creciente ansiedad.
“¿Qué hacemos ahora?” preguntó ella, su voz casi un susurro.
“Necesitamos encontrar a los demás pasajeros. No podemos quedarnos aquí.” Ortega comenzó a caminar hacia el final del vagón, la linterna iluminando sombras que parecían moverse.
Mientras avanzaban, escucharon un murmullo a lo lejos. Era una mezcla de risas y llantos, un sonido que helaba la sangre. “¿Qué es eso?” preguntó Clara, aferrándose al brazo de Ortega.
“No lo sé, pero debemos averiguarlo,” respondió él, decidido.
Al llegar a la siguiente sección del tren, encontraron a varios pasajeros sentados en sus asientos, pero no parecían estar vivos. Sus ojos estaban vacíos, y sus rostros mostraban una expresión de terror congelado en el tiempo.
“¡Esto es horrible!” exclamó Clara, cubriéndose la boca con las manos. “¿Qué les ha pasado?”
“Están atrapados aquí, como nosotros,” dijo Ortega, sintiendo un nudo en el estómago. “Debemos salir de este tren antes de que sea demasiado tarde.”
De repente, una voz resonó en el aire, profunda y resonante. “¿Por qué quieren irse? Este es un lugar donde los perdidos encuentran consuelo.”
“¿Quién está ahí?” gritó Ortega, levantando la linterna en todas direcciones.
“Soy el conductor del tren. He estado esperando a que lleguen,” dijo una figura oscura que emergió de la penumbra. Su rostro estaba cubierto por una gorra, y su voz tenía un tono hipnótico. “Este tren es un refugio para aquellos que buscan algo que han perdido.”
“¿Qué tipo de refugio?” preguntó Ortega, su voz firme a pesar del miedo que sentía.
“Un refugio eterno,” respondió el conductor, sonriendo de manera inquietante. “Una vez que subes, ya no hay vuelta atrás. Los pasajeros que ves aquí han elegido quedarse. Ellos han encontrado su paz.”
“¡No queremos quedarnos!” gritó Clara, retrocediendo.
“¿Y qué es lo que realmente buscan?” preguntó el conductor, su mirada penetrante. “¿La verdad? ¿La redención? Aquí pueden encontrarlo todo, pero a un precio.”
Ortega sintió que el aire se volvía denso. “¿Qué precio?”
“Sus recuerdos, sus esperanzas. Todo lo que los define,” dijo el conductor, acercándose lentamente. “Es un trato que muchos han aceptado.”
“¡No!” exclamó Ortega, sintiendo la desesperación apoderarse de él. “No vamos a caer en su trampa.”
“¿Trampa? Solo ofrezco lo que muchos desean. La oportunidad de escapar de la realidad,” dijo el conductor, su voz resonando en las paredes del tren.
Clara miró a Ortega, sus ojos llenos de miedo. “¿Qué hacemos? No podemos quedarnos aquí.”
“Debemos encontrar una salida,” dijo Ortega, tomando la mano de Clara. “Si estos pasajeros están atrapados, nosotros no podemos permitir que eso nos suceda.”
Corrieron hacia el siguiente vagón, pero la atmósfera se volvía cada vez más opresiva. Las luces parpadeaban y el murmullo de los pasajeros perdidos se intensificaba. Al llegar a la siguiente sección, encontraron una puerta cerrada.
“¡Ayúdame a abrirla!” gritó Ortega, empujando con todas sus fuerzas. Clara se unió a él, y tras varios intentos, la puerta cedió, revelando un oscuro túnel que parecía no tener fin.
“¿Deberíamos entrar?” preguntó Clara, dudando.
“Es nuestra única opción,” respondió Ortega, con determinación. “Si nos quedamos, estaremos perdidos como ellos.”
Ambos se adentraron en el túnel, y a medida que avanzaban, la oscuridad se hacía más densa. El murmullo se desvanecía, y el silencio se convertía en un grito ensordecedor en sus oídos. Finalmente, llegaron a una salida que daba a la plataforma de una estación vacía.
“¡Lo logramos!” exclamó Clara, aliviada. Pero Ortega no compartía su entusiasmo.
“Esto no puede ser real,” dijo él, observando a su alrededor. La estación estaba desierta, y el aire olía a humedad y abandono. “Algo no está bien.”
De repente, un sonido familiar resonó en la distancia: el silbido del tren. “No puede ser,” murmuró Ortega, mirando hacia la línea de ferrocarril.
“¡Samuel, tenemos que irnos!” gritó Clara, pero él estaba paralizado.
El tren apareció de la nada, iluminando la oscuridad con su luz espectral. Las puertas se abrieron, y el conductor lo esperaba en la entrada.
“¿Por qué no suben? El tren siempre está aquí para aquellos que buscan un nuevo comienzo,” ofreció el conductor, su sonrisa aún inquietante.
“¡No! No vamos a caer en su trampa!” gritó Ortega, tomando la mano de Clara y retrocediendo.
“¿Y si esto es lo que realmente quieren? ¿Escapar de la vida que llevan?” preguntó el conductor, su voz envolvente.
“No necesitamos escapar,” dijo Ortega, sintiendo una oleada de determinación. “Nosotros elegimos nuestro destino.”
“¿Pero y los otros? ¿Qué pasará con ellos?” preguntó Clara, mirando a los pasajeros perdidos que se acercaban lentamente.
“Ellos han hecho su elección,” respondió Ortega, su voz firme. “No podemos salvar a quienes no quieren ser salvados.”
El conductor sonrió, pero su mirada se volvió oscura. “Entonces, que así sea. Pero recuerden, el tren siempre estará aquí, esperando a los perdidos.”
Con un último empujón, Ortega y Clara se alejaron del tren, sintiendo cómo la oscuridad retrocedía. Las luces de la estación comenzaron a brillar, y el murmullo se desvaneció.
Finalmente, llegaron a la salida, y el aire fresco de la noche los envolvió. Habían escapado, pero el recuerdo del tren y sus pasajeros perdidos permanecería grabado en sus mentes.
“Lo logramos,” dijo Clara, respirando hondo.
“Sí, pero debemos contar a otros lo que sucedió aquí,” respondió Ortega, mirando hacia atrás, donde el tren desaparecía en la oscuridad. “No podemos permitir que más personas caigan en su trampa.”
Mientras caminaban hacia la luz de la ciudad, el silbido del tren resonó una vez más, pero esta vez sonaba más distante, como un eco de lo que había sido. Habían escapado, pero sabían que la historia del Tren Fantasma de Medianoche no había terminado.