El sol se escondía tras el horizonte, tiñendo el cielo de un rojo intenso que presagiaba la tormenta que se avecinaba. En el corazón del océano, la Isla Perdida se alzaba como un bastión olvidado por el tiempo. Entre sus frondosos bosques y acantilados abruptos, un guerrero solitario, Kaito, se preparaba para la batalla más importante de su vida.
Kaito había llegado a la isla años atrás, guiado por una promesa de paz y un retiro del mundo violento que había conocido. Pero la tranquilidad no duraría. Los rumores de un legendario tesoro escondido en la isla habían atraído a mercenarios y piratas, ansiosos por reclamar la fortuna para sí mismos.
“No permitiré que profanen este lugar sagrado,” murmuró Kaito mientras ajustaba su armadura de cuero y afilaba su katana, una hoja que había heredado de su padre, un gran samurái. La espada brillaba con un resplandor mortecino bajo la luz menguante del día.
El viento traía consigo el sonido de los tambores de guerra y el crujido de ramas quebradas. Los invasores se acercaban. Kaito se deslizó entre las sombras, sus movimientos silenciosos como el murmullo de las hojas. Había preparado trampas a lo largo del camino principal, pero sabía que no serían suficientes para detener a un ejército.
“¡Allí está!” gritó uno de los mercenarios, señalando a Kaito con un dedo tembloroso. El guerrero se lanzó hacia adelante, su katana cortando el aire con precisión mortal. En cuestión de segundos, el mercenario cayó al suelo, su grito ahogado por la sangre que brotaba de su garganta.
“¡Atrás, todos!” ordenó el líder de los invasores, un hombre corpulento con una cicatriz que le cruzaba el rostro. “Este no es un hombre común. Es Kaito, el último guerrero de la Isla Perdida.”
Kaito no esperó a que se reagruparan. Saltó hacia adelante, su katana describiendo un arco mortal que derribó a dos enemigos más. Pero los mercenarios eran muchos, y Kaito sabía que no podría enfrentarlos a todos a la vez.
“¡Formación!” rugió el líder, y los mercenarios se alinearon en una formación defensiva. Kaito retrocedió, evaluando sus opciones. No podía permitir que llegaran al corazón de la isla, donde el tesoro estaba escondido.
“Debo llevar la batalla a un terreno que me favorezca,” pensó. Con un salto ágil, se internó en la espesura del bosque, guiando a los invasores hacia una serie de trampas que había preparado con antelación.
El primer grupo de mercenarios cayó en una fosa oculta, sus gritos resonando en la noche. Kaito sonrió con satisfacción, pero sabía que la verdadera prueba aún estaba por venir. El líder y su grupo principal seguían en pie, avanzando con cautela.
“¡No dejéis que os asuste! ¡Es solo un hombre!” gritó el líder, pero sus palabras sonaban vacías. Los mercenarios dudaban, y Kaito aprovechó esa vacilación para lanzar un ataque sorpresa.
Saltó desde un árbol, cayendo sobre el líder con la fuerza de un rayo. La katana se hundió en el hombro del hombre, quien soltó un alarido de dolor. Kaito rodó por el suelo, esquivando un golpe de un segundo mercenario y contraatacando con un movimiento fluido que decapitó a su oponente.
“¡Maldito seas!” rugió el líder, arrancando la katana de su hombro y lanzándose contra Kaito con una furia descontrolada. El guerrero bloqueó el ataque con su propia espada, pero la fuerza del impacto lo hizo retroceder.
“Eres fuerte,” admitió Kaito, “pero la fuerza bruta no es suficiente para derrotarme.”
La batalla se transformó en un duelo personal entre los dos hombres. Los mercenarios restantes se mantuvieron al margen, temerosos de intervenir. Kaito y el líder intercambiaron golpes, sus espadas chocando en una danza mortal.
“¡Ríndete, Kaito! No tienes ninguna posibilidad,” gruñó el líder, pero Kaito no respondió. Sus movimientos eran precisos y calculados, cada golpe dirigido a debilitar a su oponente.
Finalmente, en un movimiento rápido y decisivo, Kaito desarmó al líder y lo derribó al suelo. La katana descansaba en el cuello del hombre, lista para dar el golpe final.
“Ríndete y jura que te irás de esta isla,” exigió Kaito.
“Nunca,” escupió el líder, su mirada llena de odio. “Prefiero morir antes que regresar con las manos vacías.”
Kaito suspiró y, con un movimiento rápido, acabó con la vida del líder. Se levantó, su respiración agitada, y miró a los mercenarios restantes.
“¡Fuera de aquí! Y llevad con vosotros la historia de lo que ocurre a los que osan perturbar la paz de la Isla Perdida,” ordenó. Los mercenarios, aterrados, recogieron a sus heridos y muertos y se retiraron rápidamente.
Con el amanecer, la isla volvió a sumirse en la tranquilidad. Kaito se sentó junto a un acantilado, mirando el horizonte. Sabía que más invasores vendrían, atraídos por la promesa del tesoro. Pero mientras él viviera, la Isla Perdida estaría protegida.
“Este es mi hogar, y lo defenderé hasta el último aliento,” susurró, su katana descansando en su regazo, lista para la próxima batalla.