La Bruja del Bosque Olvidado

La casa de la colina se alzaba imponente contra el cielo estrellado, sus ventanas oscuras como ojos vacíos que miraban al vacío. Se decía que estaba maldita, un lugar donde las risas se convertían en susurros y los ecos de antaño aún resonaban en las paredes descascaradas. Aquella noche, un grupo de amigos decidió desafiar las advertencias y pasar la noche en la casa, buscando emociones fuertes y quizás un poco de adrenalina.

“¿Estás seguro de que quieres hacer esto?” preguntó Clara, con una mezcla de temor y curiosidad en su voz. Su mirada se perdía en la silueta de la casa, donde las sombras parecían danzar al ritmo del viento.

“Vamos, Clara. Solo es una casa vieja,” respondió Tomás, con una sonrisa burlona. “¿Qué podría pasar? Solo son historias para asustar a los niños.”

“Sí, historias,” murmuró Laura, mientras se ajustaba la bufanda alrededor del cuello. “Pero hay algo en esta casa que no me gusta.”

“¿Te asustan los fantasmas?” bromeó Miguel, lanzando un guiño a Laura. “Si hay alguno, le diré que se una a nuestra fiesta.”

El grupo se adentró en la casa, la puerta chirriante se abrió como si estuviera invitándolos a entrar. El aire era denso, cargado de un olor a moho y polvo. Las paredes estaban cubiertas de retratos antiguos, rostros que parecían observar cada movimiento que hacían. La luz de las linternas temblaba, creando sombras que se retorcían como si tuvieran vida propia.

“Esto es más espeluznante de lo que pensé,” admitió Clara, mientras se acercaba a un retrato de una mujer con una expresión melancólica. “¿Quién es ella?”

“Una de las antiguas propietarias, supongo,” contestó Tomás, intentando sonar despreocupado. “Quizás se quedó aquí atrapada.”

“¿Atrapa a los vivos?” bromeó Miguel, pero su risa sonó nerviosa.

Se acomodaron en la sala principal, donde una chimenea apagada ocupaba el centro de la habitación. La conversación fluyó entre anécdotas y risas, pero el ambiente seguía cargado de una tensión palpable. Después de un rato, decidieron jugar a un juego de mesa, un intento de distraerse de la inquietante atmósfera.

“¿Y si hacemos una sesión de espiritismo?” sugirió Laura, con una chispa de desafío en sus ojos.

“¿En serio? ¿Vas a invocar fantasmas?” se rió Tomás. “Eso es solo para películas.”

“Vamos, no seas gallina. ¿Qué es lo peor que podría pasar?” insistió Clara, ya buscando en su bolso un vaso y una vela.

Así, rodeados de risas nerviosas, se sentaron en círculo, con la vela en el centro. Laura, con una voz que pretendía ser seria, comenzó a explicar las reglas. “Solo hay que concentrarse y preguntar si hay alguien presente.”

“¿Alguien?” repitió Miguel, con un tono sarcástico. “¿Y si hay un demonio en vez de un espíritu amable?”

“Deja de asustar a Clara,” le dijo Tomás, mientras encendía la vela. La llama titilante parecía bailar al compás de su respiración.

El juego comenzó. Al principio, todo era risas y bromas, pero conforme pasaron los minutos, el ambiente se tornó más tenso. Las sombras parecían alargarse, y el viento aullaba fuera de la casa, como si el mundo exterior estuviera advirtiéndoles.

“¿Hay alguien aquí?” preguntó Laura, su voz un susurro.

Un silencio pesado se instaló en la habitación. Nadie respondió, pero el aire se volvió más frío, y la vela parpadeó con fuerza, como si una corriente de aire invisible hubiera pasado a su lado.

“Esto es estúpido,” dijo Tomás, rompiendo el silencio. “Vamos a dejarlo.”

Pero antes de que pudiera levantarse, un sonido sutil, casi imperceptible, resonó en la habitación. Era un murmullo, como si varias voces estuvieran hablando al unísono. Todos se miraron, los rostros pálidos iluminados por la tenue luz de la vela.

“¿Lo oyeron?” preguntó Clara, con la voz temblorosa.

“Debe ser el viento,” respondió Miguel, aunque su tono era menos seguro.

“¿O tal vez…?” empezó a decir Laura, pero se detuvo al ver que la vela comenzaba a parpadear aún más intensamente. Un escalofrío recorrió la espalda de todos.

“¿Hay alguien aquí?” repitió Laura, esta vez con más firmeza. “Si hay un espíritu, por favor, manifiéstate.”

El murmullo se intensificó, y las voces comenzaron a adquirir formas, palabras sueltas que parecían entrelazarse en un mensaje incomprensible. “¿Qué están diciendo?” preguntó Clara, su voz apenas un susurro.

“Es solo nuestra imaginación,” intentó tranquilizarlos Tomás, pero su mirada delataba su inquietud.

“¡Silencio!” ordenó Laura, intentando concentrarse. “Escuchen.”

Las voces se hicieron más claras, y de repente, una palabra resonó con fuerza: “Ayuda”.

“¿Qué? ¿Ayuda?” repitió Miguel, aterrorizado. “¿Quién necesita ayuda?”

“¡Esto es una locura!” gritó Tomás, levantándose de un salto. “¡No deberíamos estar aquí!”

“¡Espera!” clamó Clara, pero él ya había cruzado la puerta, abandonando la sala.

“Tomás, vuelve!” gritó Laura, pero su voz se perdió en el eco de la casa.

El grupo se quedó en silencio, el miedo palpable en el aire. Las voces continuaron, cada vez más urgentes, y Clara sintió que algo la empujaba a seguir a Tomás.

“Voy a buscarlo,” dijo, y antes de que los demás pudieran protestar, salió corriendo tras él.

“Espera, Clara!” le gritó Laura, pero era demasiado tarde. La puerta se cerró tras ella, dejando a Miguel solo en la sala, con la vela parpadeando.

“Esto no puede estar pasando,” murmuró Miguel, sintiendo que el pánico comenzaba a apoderarse de él. Se levantó y siguió a Clara, adentrándose en el oscuro pasillo.

La casa parecía cambiar a su alrededor. Las paredes crujían y las sombras se alargaban, como si intentaran apresar a los intrusos. Miguel sintió que su corazón latía con fuerza mientras buscaba a Clara y Tomás.

“¡Tomás!” llamó, pero su voz resonó vacía, como si la casa se tragara sus palabras.

Al llegar a la sala de estar, encontró a Clara de pie, mirando un retrato en la pared. Era el mismo retrato de la mujer melancólica que había visto antes, pero ahora sus ojos parecían seguirlo, llenos de tristeza.

“Clara, ¿qué haces?” preguntó Miguel, acercándose con cautela.

“Ella… me está llamando,” dijo Clara, su voz distante. “Siente su dolor.”

“¿De qué hablas? ¡Debemos salir de aquí!” Miguel intentó tomarla del brazo, pero ella se apartó, como si estuviera hipnotizada.

“Necesita ayuda, Miguel. No puedo dejarla así,” insistió Clara, mientras las voces se intensificaban, llenando la habitación con un eco desgarrador.

“¡No puedes ayudarla! ¡No sabemos qué es!” gritó Miguel, pero su voz se perdió entre el clamor.

Clara se acercó al retrato, extendiendo la mano hacia el cristal que lo cubría. En ese instante, un viento helado recorrió la habitación, haciendo que la vela se apagara de golpe. La oscuridad se adueñó del lugar, y las voces se volvieron un grito ensordecedor.

“¡Clara!” Miguel la llamó, pero ya no podía ver nada. La oscuridad lo envolvía, y el miedo lo paralizaba.

De repente, sintió una mano fría en su hombro. Se dio la vuelta, y allí estaba Tomás, con los ojos desorbitados y el rostro pálido. “¡Tenemos que salir de aquí!” dijo, arrastrándolo hacia la puerta.

“¡Clara!” gritó Miguel, intentando liberarse de su agarre, pero la voz de su amigo era más fuerte que el eco de las voces. Juntos, corrieron hacia la salida, atravesando el pasillo oscuro, mientras el grito de Clara se desvanecía en la distancia.

Al llegar a la puerta principal, Tomás la empujó con todas sus fuerzas, y finalmente, la puerta cedió, dejándolos caer al exterior. La noche estaba en calma, y el aire fresco les golpeó el rostro, como si la casa los hubiera escupido.

“¿Qué fue eso?” preguntó Tomás, jadeando. “¿Qué le pasó a Clara?”

“No lo sé,” respondió Miguel, sintiendo que las lágrimas comenzaban a brotar. “No lo sé…”

Se quedaron en silencio, mirando hacia la casa, donde las luces de la ventana parecían parpadear, como si la casa estuviera viva. Las voces, ahora lejanas, seguían resonando en sus mentes, un eco de lo que habían dejado atrás.

“Debemos volver por ella,” dijo Miguel, su voz temblorosa.

“No… no podemos,” respondió Tomás, con un tono de desesperanza. “No podemos entrar de nuevo. Ella… ella eligió quedarse.”

“¡No! ¡No puede ser así!” gritó Miguel, sintiendo que su corazón se rompía. “¡No podemos dejarla!”

Pero Tomás solo lo miró, con los ojos llenos de miedo y resignación. “A veces, hay cosas que no podemos entender. A veces, hay voces que no quieren ser escuchadas.”

Y mientras la casa de la colina se alzaba en la oscuridad, susurros de un pasado olvidado continuaban resonando en el aire, esperando a que otros incautos se atrevieran a cruzar su umbral.

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Cuentomanía

Don Cuento es un escritor caracterizado por su humor absurdo y satírico, su narrativa ágil y desenfadada, y su uso creativo del lenguaje y la ironía para comentar sobre la sociedad contemporánea. Utiliza un tono ligero y sarcástico para abordar los temas y usas diálogos rápidos y situaciones extravagantes para crear un ambiente de comedia y surrealismo a lo largo de sus historias.

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