—¿Qué es eso? —preguntó Clara, señalando una caja de música cubierta de polvo en el rincón del mercadillo.
—No lo sé, pero tiene un aire misterioso —respondió su amigo Tomás, mientras la abría con un crujido que resonó como un lamento.
La melodía que emergió era dulce, casi hipnótica, y Clara sintió un escalofrío recorrer su espalda. No debería haberla tocado, pensó, pero la curiosidad la había atrapado.
Esa noche, mientras la melodía sonaba en su habitación, Clara vio sombras danzando en las paredes. ¿Tomás? gritó, pero solo recibió un eco en respuesta. La música se intensificó, y las sombras comenzaron a cobrar forma, susurrando secretos oscuros.
—Clara, ¿me oyes? —la voz de Tomás rompió la atmósfera, pero sonaba distante.
—¡Ayúdame! —gritó ella, mientras las sombras se acercaban, sus ojos brillando con una luz roja.
—¡No la escuches! —exclamó Tomás, pero ya era tarde. Clara se había dejado llevar por la melodía, y las sombras la envolvieron.
Al día siguiente, Tomás regresó al mercadillo, buscando respuestas. El vendedor lo miró con tristeza.
—Esa caja de música tiene un precio. Alimenta a los demonios de quienes la oyen.
—¿Cómo puedo salvarla? —preguntó, desesperado.
—No puedes. Una vez que escuchan la melodía, ya no hay retorno.
Tomás sintió un frío helado. En su pecho, una melodía comenzó a sonar, y supo que Clara ya no estaba sola.
