El viento azotaba las ventanas de la casa de los Martínez, una vieja casona en las afueras del pueblo. La familia había decidido mudarse allí buscando tranquilidad, pero no sabían que esa tranquilidad se vería interrumpida por algo más oscuro.
Mateo, el hijo menor, era un niño peculiar. Desde muy pequeño, había mostrado habilidades que otros niños no poseían. Podía ver y hablar con los espíritus. Su madre, Clara, lo consideraba una bendición, un don que debía ser tratado con respeto. Su padre, en cambio, pensaba que eran simples fantasías de un niño con demasiada imaginación.
Una noche, mientras todos dormían, Mateo se despertó sobresaltado. Sentía una presencia en su habitación. Se sentó en la cama y miró a su alrededor. Allí, en la esquina, vio una figura borrosa.
—¿Quién eres? —preguntó Mateo, su voz temblando ligeramente.
La figura no respondió de inmediato. Se acercó lentamente, y Mateo pudo ver que era una niña de su edad, con un vestido blanco y el cabello enmarañado.
—Me llamo Sofía —dijo la niña, con una voz que parecía venir de muy lejos—. Necesito tu ayuda.
Mateo asintió, sintiendo una mezcla de curiosidad y miedo. Durante las siguientes semanas, Sofía visitaba a Mateo cada noche, contándole historias de su vida pasada y pidiéndole que la ayudara a encontrar la paz. Mateo, con su inocencia infantil, aceptó ayudarla.
Una noche, Sofía le contó sobre un lugar en el bosque cercano donde su cuerpo había sido enterrado. Mateo decidió ir allí al día siguiente, sin decirle nada a sus padres.
El bosque era denso y oscuro, y Mateo sintió un escalofrío recorrer su espalda mientras avanzaba. Finalmente, llegó a un claro donde vio una vieja lápida cubierta de musgo. El nombre de Sofía estaba grabado en ella. Mateo se arrodilló y comenzó a cavar con sus manos, esperando encontrar algo que pudiera ayudar a Sofía a descansar en paz.
De repente, sintió una mano fría en su hombro. Se giró y vio a Sofía, pero esta vez, su rostro estaba distorsionado, sus ojos eran pozos oscuros y su boca se torcía en una mueca de dolor.
—No debiste venir aquí —dijo Sofía, su voz ahora era un susurro maligno.
Mateo intentó retroceder, pero sus piernas no respondían. Sentía como si el suelo lo estuviera atrapando. La figura de Sofía comenzó a desvanecerse, y en su lugar, aparecieron otras sombras, espíritus que habían sido olvidados y que ahora reclamaban su venganza.
—Ayúdanos —decían los espíritus, sus voces llenas de desesperación.
Mateo gritó, pero nadie podía oírlo. Sentía que su mente se fragmentaba, que los espíritus estaban invadiendo su ser. Intentó luchar, pero era inútil. Finalmente, todo se volvió oscuro.
Cuando Clara y su esposo encontraron a Mateo, estaba sentado junto a la lápida, con los ojos vacíos y una sonrisa perturbadora en su rostro. Intentaron hablar con él, pero no respondía. Lo llevaron de regreso a la casa, esperando que con el tiempo mejorara.
Sin embargo, Mateo nunca volvió a ser el mismo. Pasaba los días murmurando para sí mismo, hablando con voces invisibles. Clara sabía que algo terrible había sucedido en ese bosque, pero no podía entenderlo. El don de Mateo se había convertido en una maldición.
Una noche, Clara escuchó risas provenientes de la habitación de Mateo. Abrió la puerta y lo vio sentado en la cama, rodeado de sombras.
—Mamá, ellos están aquí para quedarse —dijo Mateo, con una voz que no era la suya.
Clara sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Sabía que había perdido a su hijo para siempre. Los espíritus habían encontrado un nuevo hogar, y Mateo era su prisionero eterno.
Los días pasaron, y la casa de los Martínez se llenó de una oscuridad palpable. Los vecinos comenzaron a evitarlos, y los rumores sobre la familia se esparcieron por el pueblo. La casona, que alguna vez había sido un refugio, se convirtió en un lugar de pesadilla.
Clara y su esposo intentaron buscar ayuda, pero nadie podía explicar lo que le había sucedido a Mateo. Finalmente, decidieron abandonar la casa, dejando atrás a su hijo y los espíritus que lo habían reclamado.
Años después, la casona quedó en ruinas, olvidada por todos. Pero en las noches más oscuras, se podía escuchar el susurro de voces infantiles y el eco de una risa que helaba la sangre. Mateo seguía allí, atrapado entre el mundo de los vivos y los muertos, un recordatorio de que no todos los espíritus son amigables y que algunos dones pueden convertirse en las peores maldiciones.