La aldea de Valtierra se encontraba sumida en una calma inusual. Las casas de piedra, con sus techos de tejas rojas, parecían dormitar bajo el manto estrellado de la noche. Sin embargo, los habitantes no compartían esa tranquilidad. Desde hacía semanas, una serie de desapariciones había sembrado el terror entre ellos. Nadie se atrevía a salir después del anochecer, y las puertas se cerraban con doble vuelta de llave.
María, una joven de ojos grandes y oscuros, miraba con preocupación a su hermano menor, Pedro, mientras cenaban en silencio. La tenue luz de la vela proyectaba sombras danzantes en las paredes de la cocina.
—María, ¿crees que mamá y papá volverán? —preguntó Pedro, rompiendo el silencio con su voz temblorosa.
María suspiró, tratando de ocultar su propia incertidumbre. Sus padres habían desaparecido hacía dos días, y la desesperación comenzaba a hacer mella en ella.
—Volverán, Pedro. Estoy segura de que volverán.
Pero en el fondo, María sabía que sus palabras eran vacías. Las desapariciones se estaban volviendo más frecuentes y nadie que se había ido había regresado.
Esa noche, María decidió que no podía quedarse de brazos cruzados. Mientras Pedro dormía, ella se armó de valor y salió de la casa, llevando consigo una linterna y un cuchillo de cocina. La luna llena iluminaba el camino, y cada crujido de las hojas bajo sus pies parecía un presagio de lo que estaba por venir.
Caminó hasta la casa de Don Álvaro, el anciano del pueblo que siempre había contado historias sobre la maldición que azotaba Valtierra. Tocó la puerta con suavidad, y tras unos segundos, el viejo abrió, con sus ojos cansados y su barba blanca.
—María, ¿qué haces aquí a estas horas? —preguntó Don Álvaro, sorprendido.
—Necesito saber más sobre la maldición, Don Álvaro. Mis padres han desaparecido, y temo que pueda haberles pasado algo terrible.
El anciano la invitó a pasar y, tras asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada, se sentaron junto al fuego.
—Hace muchos años, Valtierra era un lugar próspero —comenzó Don Álvaro—. Pero una noche, un forastero llegó al pueblo. Nadie sabía de dónde venía, pero su presencia trajo consigo una oscuridad que nunca habíamos conocido. Ese hombre era un vampiro, y desde entonces, cada noche, la maldición despierta y reclama a uno de los nuestros.
María escuchaba con atención, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.
—¿Cómo podemos detenerlo? —preguntó.
—Hay una manera —respondió el anciano—, pero es peligrosa. Debes encontrar su refugio y acabar con él antes de que despierte. Pero ten cuidado, pues no estarás sola.
María asintió, decidida a salvar a su familia y a su pueblo. Don Álvaro le dio un crucifijo y una estaca de madera, y con un último consejo, la despidió.
—Recuerda, María. La hora de la sed es cuando el peligro es mayor.
La joven caminó hacia el bosque, donde según las historias, el vampiro tenía su guarida. La noche se volvía más oscura a medida que se adentraba en la espesura, y el silencio era casi ensordecedor. De repente, un aullido rompió la quietud, y María apretó el crucifijo contra su pecho.
Tras horas de búsqueda, finalmente encontró una cueva oculta entre los árboles. La entrada estaba cubierta de musgo y enredaderas, y un hedor nauseabundo emanaba del interior. María encendió su linterna y, con el cuchillo en una mano y la estaca en la otra, entró en la cueva.
El aire era denso y frío, y cada paso resonaba en las paredes de piedra. De pronto, escuchó un susurro, un murmullo que parecía venir de todas partes y de ninguna a la vez.
—¿Quién osa perturbar mi descanso? —la voz era profunda y resonante, y María sintió un nudo en el estómago.
—Soy María de Valtierra, y he venido a acabar con esta maldición —dijo, tratando de sonar valiente.
Una figura emergió de las sombras, alta y esbelta, con ojos rojos como la sangre y colmillos afilados. El vampiro la miró con una sonrisa malévola.
—¿Crees que puedes detenerme, niña? —se burló—. La hora de la sed se acerca, y pronto tu sangre será mía.
María levantó el crucifijo, y el vampiro retrocedió, siseando. Aprovechando la distracción, ella corrió hacia él con la estaca en alto. Pero el vampiro era rápido, y en un abrir y cerrar de ojos, la desarmó y la lanzó contra la pared de la cueva.
—Eres valiente, pero también imprudente —dijo, acercándose lentamente—. Ahora, siente el abrazo de la muerte.
María cerró los ojos, esperando el golpe final. Pero en ese momento, una luz cegadora iluminó la cueva, y el vampiro gritó de dolor. Abrió los ojos y vio a Don Álvaro, sosteniendo una antorcha y un frasco de agua bendita.
—¡Corre, María! —gritó el anciano—. ¡Corre y no mires atrás!
Sin pensarlo dos veces, María se levantó y corrió hacia la salida, con el corazón latiendo desbocado. Escuchó los gritos del vampiro y los rezos de Don Álvaro, pero no se detuvo hasta estar fuera de la cueva.
La luz del amanecer comenzaba a teñir el cielo de un tenue color rosado cuando María llegó al pueblo. Exhausta y herida, se desplomó frente a su casa. Pedro salió corriendo al verla, y la ayudó a entrar.
—¿Estás bien, María? —preguntó, con lágrimas en los ojos.
—Sí, Pedro. Estoy bien. Todo ha terminado.
Pero en el fondo, María sabía que no era cierto. La maldición no había sido rota, y el vampiro seguía vivo. Don Álvaro había sacrificado su vida para darle una oportunidad, pero la batalla no había terminado.
Esa noche, mientras el pueblo dormía, una figura oscura se deslizó entre las sombras, con los ojos rojos brillando en la oscuridad. La hora de la sed había llegado una vez más, y el ciclo de terror continuaría hasta que alguien encontrara la manera de romper la maldición de una vez por todas.
María se quedó despierta, vigilando la puerta con el crucifijo en la mano. Sabía que el vampiro volvería, y cuando lo hiciera, estaría lista. Pero hasta entonces, vivirían con el miedo constante de la noche y la certeza de que la sed del vampiro nunca se saciaría.
La hora de la sed. Esas palabras resonaban en su mente, recordándole que el verdadero terror no era la muerte, sino la espera.