La casa de los Valdés había sido abandonada durante décadas, un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido. Las ventanas estaban cubiertas de polvo y telarañas, y la puerta principal crujía como si se quejara de su propio peso. Los rumores en el pueblo hablaban de un espejo antiguo que se encontraba en el desván, un objeto que nunca había reflejado la realidad tal como era. Se decía que mostraba lo que más temía quien se asomara a él.
Esa tarde, un grupo de adolescentes decidió explorar la casa. Entre ellos estaban Clara, la más aventurera; Javier, el escéptico; y Lucía, que siempre había creído en lo sobrenatural. Mientras se adentraban en la casa, la atmósfera se tornaba cada vez más pesada, como si el aire estuviera cargado de secretos olvidados.
—¿De verdad crees que hay algo aquí? —preguntó Javier, con una sonrisa burlona.
—¡Claro! —respondió Clara, con entusiasmo—. He oído que el espejo puede mostrarte tus miedos más profundos.
Lucía, que había permanecido en silencio, miró hacia la escalera que conducía al desván. Una sensación extraña la invadió. Algo le decía que debían ir allí, pero no sabía si era curiosidad o miedo.
—Vamos, no seamos gallinas —dijo Clara, comenzando a subir los escalones de madera crujiente.
Al llegar al desván, el aire era más frío. En el centro de la habitación, cubierto por una sábana polvorienta, se encontraba el espejo. Su marco de madera estaba tallado con intrincados diseños que parecían cobrar vida bajo la luz tenue que se filtraba por una ventana rota.
—¿Estás lista para enfrentarte a tus miedos, Javier? —bromeó Clara, mientras levantaba la sábana.
Javier, con los brazos cruzados, se acercó al espejo. La superficie del cristal era opaca, como si estuviera cubierto de una neblina. Un escalofrío recorrió su espalda.
—No creo en esas tonterías —dijo, aunque su voz temblaba ligeramente.
—¿Y si lo miras solo un segundo? —insistió Lucía, con un brillo en sus ojos.
Javier se acercó al espejo, y justo cuando su rostro se reflejó en el cristal, una risa suave resonó en la habitación. Era una risa infantil, pero había algo inquietante en ella.
—¿Escucharon eso? —preguntó Lucía, mirando a sus amigos.
—Solo es el viento —respondió Javier, aunque su expresión había cambiado.
Clara, intrigada, se acercó al espejo y, al hacerlo, la risa se intensificó. Una sombra pareció moverse detrás de su reflejo.
—Mira, ¡hay algo ahí! —exclamó Clara, señalando con el dedo.
Los tres se acercaron más al espejo. En el reflejo, apareció una figura pequeña, un duende con una sonrisa amplia y unos ojos que brillaban con malicia.
—¿Lo ven? —preguntó Clara, con una mezcla de emoción y miedo—. ¡Es increíble!
—No, esto no está bien —dijo Lucía, retrocediendo—. Deberíamos irnos.
Pero la curiosidad había atrapado a Javier. Se acercó aún más al espejo, y la sonrisa del duende se ensanchó.
—¿Qué quieres? —preguntó Javier, su voz apenas un susurro.
—Alimentarme —respondió la figura, su voz era una mezcla de risas y ecos distorsionados—. Alimentarme de tu miedo.
El aire en la habitación se volvió opresivo. Clara sintió cómo su corazón latía con fuerza, y Lucía empezó a sudar frío.
—No tengo miedo —dijo Javier, aunque su rostro palidecía.
—¿De verdad? —El duende sonrió, mostrando unos dientes afilados—. Entonces, ¿por qué tiembla tu voz?
Clara se sintió atrapada entre la fascinación y el terror.
—No deberíamos estar aquí —murmuró, mientras el duende la miraba fijamente—. Esto no es un juego.
Lucía dio un paso atrás, pero el duende extendió su mano hacia ella, como si la invitara a acercarse.
—Ven, ven. Mira en el espejo y descubre lo que realmente temes.
—No, no quiero —gritó Lucía, pero el duende ya había comenzado a reír de nuevo, una risa que resonaba en cada rincón del desván.
Javier, incapaz de resistir la tentación, se inclinó hacia el espejo una vez más. La imagen del duende se intensificó, y de repente, el reflejo de Javier comenzó a distorsionarse.
—¡Mira! —gritó Clara, horrorizada—. ¡Tu cara!
Javier se dio cuenta de que su reflejo ya no era el suyo. En su lugar, había una figura aterradora, con ojos desorbitados y una expresión de puro terror.
—¡No! —gritó, retrocediendo—. ¡Esto no es real!
—¿No es real? —preguntó el duende, su voz ahora más profunda, casi un susurro escalofriante—. Todo lo que temes es real.
Lucía, en un intento de escapar, se dio la vuelta y corrió hacia la puerta, pero estaba cerrada. El aire se volvió denso, como si la casa misma estuviera tratando de atraparla.
—¡Ayuda! —gritó, mientras el duende se reía, disfrutando del caos que había desatado.
Clara, sintiendo que el miedo la invadía, decidió enfrentarse al duende.
—¡Déjanos en paz! —gritó, con una valentía que no sentía.
—¿Paz? —respondió el duende, su sonrisa nunca se desvanecía—. No sé lo que es eso.
Justo en ese momento, el espejo comenzó a vibrar, y una luz oscura surgió de su interior. Javier gritó, viendo cómo el reflejo de Clara se desvanecía, dejando solo al duende sonriendo.
—¡Clara! —gritó, pero no había respuesta.
El duende se volvió hacia él, sus ojos centelleando con malicia.
—Ahora eres mío, Javier. Tu miedo me alimenta.
La risa del duende resonó en el desván, y Javier sintió cómo su mente se llenaba de imágenes aterradoras: su familia, sus amigos, y todos los momentos que había temido perder.
—¡No! —gritó, tratando de escapar de la influencia del espejo, pero era demasiado tarde.
El duende se acercó, su mano extendida, y Javier sintió que su voluntad se desvanecía. La risa se convirtió en un grito desgarrador.
Lucía, atrapada en la esquina, observó cómo Javier se convertía en una sombra, una figura más que se unía al duende en el espejo.
—¡No! —gritó, desesperada—. ¡Déjalo ir!
Pero el duende solo sonrió, y su risa resonó en el desván, mientras el espejo brillaba con una luz oscura.
—Siempre hay espacio para más. Siempre hay miedo que alimentar.
Lucía, sintiendo que la desesperación la invadía, se dio cuenta de que no había escapatoria. El espejo había tomado lo que quería.
Con un último grito, la luz del espejo se apagó, y el desván quedó en silencio.
Al día siguiente, los aldeanos encontraron la casa de los Valdés tal como la habían dejado, pero Clara, Javier y Lucía nunca volvieron. Solo el espejo permanecía, con la sonrisa del duende reflejada en su superficie, esperando por nuevas almas que alimentar.