El viejo caserón de la calle Elm llevaba años abandonado. Sus ventanas rotas y las puertas desvencijadas eran testigos mudos de un pasado oscuro. La leyenda decía que allí vivió y murió el pintor Edmund Blackwood, un artista que alcanzó la fama póstumamente tras ser brutalmente asesinado por sus propios amigos y colegas. La historia contaba que Edmund había descubierto una conspiración en su contra y, antes de poder revelar la verdad, fue silenciado para siempre.
El detective Samuel Grey no creía en fantasmas ni en maldiciones, pero cuando recibió la llamada de la galería de arte local informando sobre una serie de muertes inexplicables entre los antiguos amigos de Edmund, decidió investigar. La primera víctima fue Henry, crítico de arte y antiguo confidente del pintor. Fue encontrado en su estudio, con la garganta cortada y un pincel ensangrentado en su mano.
—Esto es una locura, Samuel —dijo la forense, Amelia Carter, mientras examinaba el cuerpo—. No hay señales de lucha, y la puerta estaba cerrada desde dentro.
Samuel frunció el ceño, observando el cadáver. «¿Un suicidio? No, esto es un mensaje», pensó. En la pared, con la sangre de Henry, alguien había escrito «Traidor».
La segunda víctima fue Margaret, una galerista que había expuesto las obras de Edmund. Su cuerpo fue hallado en su casa, rodeada de lienzos en blanco, con los ojos arrancados. En uno de los lienzos, escrito con su propia sangre, se leía «Mentira».
—¿Crees en fantasmas, Amelia? —preguntó Samuel mientras caminaban por la escena del crimen.
—No, pero esto… —Amelia miró los lienzos, estremeciéndose—. Esto es aterrador.
Los otros miembros del grupo de amigos de Edmund comenzaron a temer por sus vidas. Se reunieron en la vieja casa de Edmund, buscando respuestas en su pasado. Entre ellos estaban Thomas, un escultor; Evelyn, una escritora; y Richard, un coleccionista de arte. Cada uno de ellos tenía un secreto oscuro relacionado con la muerte de Edmund.
—Tenemos que detener esto —dijo Thomas, su voz temblando—. No podemos seguir viviendo con este miedo.
—¿Y qué sugieres? —replicó Evelyn, con sarcasmo—. ¿Confesar? ¿Ir a la policía y decirles que fuimos nosotros quienes lo matamos?
Richard, el más pragmático del grupo, interrumpió—. No hay pruebas. Edmund está muerto. No puede volver para vengarse.
Pero esa misma noche, mientras planeaban su siguiente movimiento, las luces parpadearon y un viento helado recorrió la casa. «¡Están aquí!», gritó Evelyn, señalando una figura borrosa que se materializaba en la esquina de la habitación. Los amigos retrocedieron, horrorizados.
—¿Edmund? —susurró Thomas, su voz apenas audible.
La figura se acercó, y con un movimiento rápido, Thomas cayó al suelo, su cuello torcido en un ángulo imposible. «Justicia», murmuró la figura antes de desvanecerse.
Samuel y Amelia llegaron al caserón al día siguiente, alertados por el grito de Evelyn. Encontraron a los tres amigos restantes, pálidos y temblorosos.
—¡Es Edmund! —gritó Evelyn—. ¡Nos está matando uno por uno!
—Eso es imposible —respondió Samuel, aunque su voz carecía de convicción.
Amelia encontró en el suelo un viejo diario de Edmund. Lo abrió y comenzó a leer en voz alta:
«Me han traicionado. Mis amigos, aquellos en quienes más confiaba, han conspirado contra mí. Pero no me iré sin luchar. Mi espíritu encontrará la manera de regresar y hacerles pagar.»
—Esto no prueba nada —dijo Samuel, aunque un escalofrío recorrió su espalda.
Esa noche, Samuel decidió quedarse en la casa, decidido a descubrir la verdad. Mientras caminaba por los pasillos oscuros, escuchó un susurro. «Samuel…». Se giró, pero no vio a nadie. El susurro se hizo más fuerte, y las paredes comenzaron a temblar. De repente, una figura apareció frente a él.
—¿Edmund? —preguntó Samuel, su voz firme.
—No puedes detenerme, detective —respondió la figura—. La justicia debe prevalecer.
Samuel sacó su pistola, pero la figura se desvaneció antes de que pudiera disparar. «Esto es una locura», pensó, pero sabía que debía proteger a los sobrevivientes.
Al amanecer, Richard fue encontrado muerto en el jardín, su cuerpo colgado de un árbol con la palabra «Ladrón» escrita en su pecho. Evelyn y Samuel eran los únicos que quedaban.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Evelyn, sus ojos llenos de desesperación.
—Vamos a enfrentarlo —dijo Samuel, decidido—. Esta noche, en el estudio de Edmund.
Esa noche, se encerraron en el estudio, rodeados de las pinturas de Edmund. El ambiente era opresivo, y el silencio, ensordecedor. De repente, las luces parpadearon y la figura de Edmund apareció una vez más.
—Es hora de pagar por sus crímenes —dijo el espíritu, acercándose a Evelyn.
—¡No! —gritó Samuel, interponiéndose—. ¡No puedes seguir matando!
El espíritu se detuvo, observando a Samuel con ojos vacíos. «¿Y quién eres tú para detenerme?»
—Soy alguien que busca la verdad —respondió Samuel—. Dime, Edmund, ¿qué quieres realmente?
El espíritu pareció vacilar, y por un momento, la habitación se llenó de un silencio sepulcral. Entonces, con una voz que resonó en las paredes, Edmund respondió:
—Quiero que el mundo sepa la verdad.
Samuel asintió y, con un movimiento rápido, sacó el diario de Edmund. «Aquí está tu verdad. La justicia será servida.»
El espíritu de Edmund pareció calmarse y, lentamente, comenzó a desvanecerse. Pero antes de desaparecer por completo, miró a Evelyn y susurró:
—Tu turno llegará.
Evelyn cayó al suelo, temblando, mientras Samuel la ayudaba a levantarse. Sabía que, aunque el espíritu de Edmund se había ido, las consecuencias de sus acciones aún los perseguirían.
La historia de Edmund Blackwood y su venganza se convirtió en una leyenda, y el caserón de la calle Elm quedó sellado para siempre. Pero Samuel sabía que la verdadera justicia no siempre se encuentra en este mundo, y que algunos secretos nunca deben ser desenterrados.