Carlos Pérez era un oficinista promedio con una habilidad extraordinaria: atraer problemas como un imán atrae clips. Su vida era una serie de eventos desafortunados que, vistos desde la distancia, podrían parecer una comedia de enredos. Este lunes no sería la excepción.
El día comenzó con Carlos despertando tarde porque su despertador decidió tomar vacaciones. Se apresuró a vestirse y, en su prisa, se puso dos zapatos diferentes. Uno marrón y uno negro. No se dio cuenta hasta que estaba en el ascensor del edificio, donde una anciana lo miró con una mezcla de lástima y diversión.
—¿Tienes algún problema con la moda, joven? —le preguntó la anciana con una sonrisa pícara.
Carlos, sin perder la compostura, respondió:
—No, señora, es que hoy es el Día Internacional del Zapato Desparejado y quería celebrarlo.
La anciana soltó una carcajada mientras Carlos se sonrojaba. Salió del ascensor y corrió hacia la parada del autobús, pero, por supuesto, lo había perdido. Decidió tomar un taxi, pero todos los taxis parecían tener una reunión urgente en otra parte de la ciudad.
Finalmente, un taxi se detuvo. Carlos se subió y dio la dirección de su oficina. El taxista, un hombre con un bigote que parecía tener vida propia, lo miró por el retrovisor y dijo:
—¿Seguro que quiere ir ahí, amigo?
—Sí, claro. ¿Por qué no querría? —respondió Carlos, confundido.
—Bueno, hoy hay una manifestación de payasos justo en esa calle. Puede que lleguemos tarde.
Carlos suspiró. Por supuesto, una manifestación de payasos. ¿Qué más podía esperar?
Llegaron a la oficina con media hora de retraso. Carlos entró corriendo y, al pasar por la recepción, resbaló sobre una cáscara de plátano que alguien había dejado estratégicamente en el suelo. Cayó de espaldas y, mientras trataba de levantarse, escuchó la voz de su jefe, el señor Ramírez.
—¿Otra vez, Pérez? ¿Qué excusa tienes esta vez?
Carlos, aún en el suelo, respondió:
—Señor Ramírez, creo que la gravedad me tiene manía.
El jefe soltó un suspiro exasperado y se alejó, murmurando algo sobre contratar a un exorcista para la oficina.
Carlos se levantó y se dirigió a su escritorio. Al encender su computadora, esta decidió que era el momento perfecto para actualizarse. Durante los siguientes veinte minutos, Carlos observó impotente cómo su pantalla mostraba un porcentaje que avanzaba con la velocidad de un caracol en una maratón.
Finalmente, logró acceder a su correo electrónico. Tenía veinte mensajes nuevos, todos de su jefe. Leyó el primero: «Pérez, necesito el informe de ventas para ayer.» Carlos se rascó la cabeza. ¿Cómo se suponía que entregara algo para ayer?
Decidió ir a la cocina a por un café antes de enfrentarse a la montaña de correos. Al llegar, se encontró con que la máquina de café estaba rota y, en su lugar, había una tetera con un cartel que decía: «Hoy solo té de manzanilla». Carlos odiaba la manzanilla.
—¿Quién demonios toma manzanilla en una oficina? —murmuró para sí mismo.
De repente, escuchó una voz detrás de él.
—Yo la tomo, Pérez. ¿Algún problema?
Era la señora Gómez, la encargada de recursos humanos, una mujer con una mirada que podría derretir el acero.
—No, señora Gómez, solo decía que… que… ¡qué buena idea es cambiar de vez en cuando! —dijo Carlos, tratando de sonreír.
La señora Gómez lo miró con desconfianza y se alejó, llevándose su taza de té.
Carlos volvió a su escritorio, resignado a enfrentar el día sin café. Mientras trataba de concentrarse en el informe de ventas, su computadora comenzó a emitir un pitido extraño. Miró la pantalla y vio un mensaje de error: «El sistema ha encontrado un problema y necesita reiniciarse.»
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué más puede salir mal hoy? —exclamó Carlos.
Como si el universo hubiera escuchado su queja, en ese momento, las luces de la oficina comenzaron a parpadear y, finalmente, se apagaron por completo. La oficina quedó sumida en la oscuridad, y Carlos escuchó a sus compañeros murmurar y quejarse.
—¿Alguien tiene una linterna? —preguntó alguien desde el fondo.
Carlos, decidido a no dejarse vencer por la mala suerte, sacó su teléfono móvil y usó la linterna para iluminar su camino hacia el armario de suministros. Al llegar, abrió la puerta y, para su sorpresa, una avalancha de papeles y carpetas cayó sobre él.
—¡Perfecto! Ahora soy un oficinista enterrado en trabajo, literalmente. —dijo Carlos, tratando de liberarse de la montaña de papeles.
Finalmente, logró salir del armario de suministros, cubierto de polvo y con una carpeta pegada a su cabeza. Mientras se quitaba la carpeta, escuchó la voz de su jefe, el señor Ramírez, una vez más.
—Pérez, ¿qué demonios está haciendo?
Carlos, tratando de mantener la calma, respondió:
—Solo trataba de encontrar una linterna, señor Ramírez.
El jefe lo miró con incredulidad y dijo:
—Pérez, usted es un desastre ambulante. Vaya a su escritorio y trate de no causar más problemas.
Carlos asintió y regresó a su escritorio, donde su computadora había decidido volver a la vida. Se sentó y comenzó a trabajar en el informe de ventas, decidido a terminarlo antes de que ocurriera otro desastre.
Mientras escribía, escuchó un ruido extraño proveniente del techo. Miró hacia arriba y vio una pequeña grieta que se expandía rápidamente. Antes de que pudiera reaccionar, un trozo del techo se desprendió y cayó directamente sobre su escritorio, destruyendo su computadora.
Carlos se quedó mirando los restos de su computadora con una mezcla de incredulidad y resignación. En ese momento, su compañero de trabajo, Luis, se acercó y le dijo:
—Oye, Carlos, ¿quieres ir a almorzar? Parece que necesitas un descanso.
Carlos suspiró y asintió. Se levantó y siguió a Luis fuera de la oficina, decidido a dejar atrás el caos por un rato.
Fueron a un restaurante cercano, donde Carlos pidió una hamburguesa y una soda. Mientras esperaban la comida, Luis trató de animarlo.
—Vamos, Carlos, no puede ser tan malo. Seguro que las cosas mejorarán.
Carlos lo miró con escepticismo y dijo:
—Luis, si la suerte fuera una persona, me demandaría por acoso.
Luis soltó una carcajada y, en ese momento, llegó la comida. Carlos tomó un sorbo de su soda y, al instante, sintió un sabor extraño. Miró el vaso y vio que, en lugar de soda, le habían servido vinagre.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué es esto? —exclamó Carlos, escupiendo el líquido.
El camarero se acercó rápidamente y, al ver la confusión, se disculpó profusamente.
—Lo siento mucho, señor. Parece que hubo un error en la cocina. Le traeré una nueva bebida de inmediato.
Carlos suspiró y asintió, resignado a aceptar su destino. Finalmente, lograron disfrutar de una comida sin más incidentes y regresaron a la oficina.
Al entrar, Carlos vio que el equipo de mantenimiento había llegado y estaban reparando el techo. Su jefe, el señor Ramírez, se acercó y le dijo:
—Pérez, necesito que entregue ese informe de ventas antes del final del día. No quiero más excusas.
Carlos asintió y se dirigió a un escritorio vacío, donde comenzó a trabajar en una computadora de repuesto. Con una determinación renovada, se concentró en el informe, decidido a terminarlo sin importar qué.
A medida que avanzaba la tarde, Carlos logró completar el informe y lo envió por correo electrónico a su jefe. Se recostó en su silla, sintiendo una rara sensación de logro.
Justo cuando pensaba que el día no podía empeorar, escuchó un ruido ensordecedor proveniente del pasillo. Se levantó y salió a investigar, solo para encontrarse con una escena surrealista: un grupo de payasos había invadido la oficina, lanzando confeti y globos por todas partes.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Carlos, perplejo.
Uno de los payasos, con una sonrisa exagerada pintada en su rostro, se acercó y dijo:
—¡Es una fiesta sorpresa, amigo! ¡Feliz Día del Oficinista!
Carlos no podía creerlo. ¿Una fiesta sorpresa en medio de todo este caos? Decidió que lo mejor era simplemente aceptar la situación y tratar de disfrutar el momento.
Mientras los payasos seguían con su espectáculo, Carlos se encontró riendo a carcajadas junto a sus compañeros de trabajo. A veces, pensó, la vida te lanza limones, pero también puede lanzarte payasos.
Al final del día, Carlos se despidió de sus compañeros y salió de la oficina con una sonrisa en el rostro. A pesar de todo, había logrado sobrevivir a otro día lleno de desastres y, de alguna manera, había encontrado la manera de reírse de ello.
Mientras caminaba hacia la parada del autobús, se encontró con la anciana del ascensor una vez más.
—¿Tuviste un buen día, joven? —le preguntó con una sonrisa.
Carlos la miró y, con una sonrisa irónica, respondió:
—Sí, señora, un día absolutamente normal para mí.
La anciana soltó una carcajada y Carlos se unió a ella. A veces, pensó, la vida era un circo y él, un simple oficinista con mala suerte, solo podía disfrutar del espectáculo.
Y así, Carlos Pérez, el imán de problemas, terminó su día con una sonrisa, listo para enfrentar lo que el destino le tuviera preparado mañana. Porque, después de todo, la vida era demasiado corta para no reírse de uno mismo y de las aventuras inesperadas que traía cada día.