En el pequeño pueblo de San Elías, la oscuridad tenía una presencia tangible. Las noches eran más que la ausencia de luz; eran una entidad en sí misma, un manto que envolvía cada rincón y grieta con una opresiva sensación de vigilancia. La vieja mansión de los Carrington, al borde del bosque, era especialmente temida. Nadie se atrevía a acercarse después del anochecer, pues se decía que en sus sombras habitaban ojos sin cuerpo, observando cada movimiento.
María y su hermano menor, David, acababan de mudarse al pueblo con su madre. La vida en la ciudad había sido difícil desde la muerte de su padre, y su madre pensó que un cambio de aires les vendría bien. Sin embargo, no había contado con las historias que circulaban sobre la mansión al final de la calle.
Una noche, mientras su madre trabajaba en el turno nocturno del hospital, María y David decidieron explorar el bosque cercano. La luna llena iluminaba el camino, pero una vez que se adentraron en el bosque, la oscuridad los envolvió como una manta. David, siempre curioso, se adelantó, y María tuvo que apresurarse para no perderlo de vista.
—¡David, no te alejes tanto! —gritó María, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.
—Solo quiero ver la mansión de cerca. ¡Dicen que está embrujada! —respondió David con una mezcla de emoción y desafío.
María suspiró, pero lo siguió. Al acercarse a la mansión, una sensación de inquietud se apoderó de ellos. La casa, con sus ventanas rotas y puertas desvencijadas, parecía estar en ruinas, pero había algo en ella que la hacía parecer viva, como si respirara en la oscuridad.
—¿Ves algo? —preguntó David, pegando su cara a una ventana polvorienta.
—Solo… sombras —respondió María, sintiendo que algo no estaba bien.
De repente, una ráfaga de viento levantó las hojas a su alrededor, y ambos sintieron una presencia detrás de ellos. Se giraron rápidamente, pero no había nada. Solo la oscuridad, profunda y densa.
—Vámonos de aquí —dijo María, agarrando a David de la mano.
Mientras se alejaban, María sintió que algo los observaba. Unos ojos en la oscuridad, fríos y penetrantes, seguían cada uno de sus pasos. Trató de ignorarlo, pero la sensación era ineludible.
Esa noche, de regreso en su casa, María no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía esos ojos, brillando con una luz antinatural. Decidió levantarse y bajar a la cocina por un vaso de agua. Al encender la luz, vio algo que la hizo soltar el vaso, que se estrelló contra el suelo.
—¿Qué fue eso? —preguntó David, bajando las escaleras medio dormido.
—Nada, solo… solo un vaso —respondió María, tratando de calmarse.
Pero no era solo un vaso. En la ventana de la cocina, vio claramente dos ojos observándola. No había rostro, ni cuerpo, solo esos ojos, fijos en ella.
—David, sube a tu cuarto y cierra la puerta. Ahora —ordenó María, sin apartar la vista de la ventana.
—¿Qué pasa? —preguntó David, asustado.
—¡Hazlo! —gritó María, y David obedeció.
María se quedó sola en la cocina, enfrentándose a esos ojos. El miedo la paralizó, pero sabía que no podía quedarse allí. Corrió hacia la puerta trasera y la cerró con llave, intentando convencerse de que estaba a salvo. Pero los ojos no desaparecieron. Los veía en cada sombra, en cada rincón oscuro de la casa.
Pasaron los días, y María se volvió cada vez más paranoica. Evitaba la oscuridad a toda costa, dejando todas las luces encendidas por la noche. Pero los ojos siempre encontraban una manera de llegar a ella. En la escuela, en el supermercado, incluso en la iglesia, sentía esa mirada constante.
Una noche, mientras su madre trabajaba otra vez, María decidió enfrentarse a su miedo. Tomó una linterna y un cuchillo de la cocina, y se dirigió a la mansión. Sabía que los ojos venían de allí, y estaba decidida a descubrir la verdad.
David quiso acompañarla, pero María fue firme.
—No, David. Esto es algo que debo hacer sola.
Al llegar a la mansión, la oscuridad parecía más densa que nunca. Encendió la linterna y avanzó con cautela. Cada paso resonaba en el silencio, y los ojos la seguían, observándola desde las sombras.
Entró en la mansión, y el aire frío y húmedo la envolvió. La linterna iluminaba el polvo y las telarañas, pero no encontraba nada fuera de lo común. Subió las escaleras, y al llegar al segundo piso, vio una puerta entreabierta al final del pasillo. Se acercó lentamente, y al empujarla, encontró una habitación llena de espejos.
Cada espejo reflejaba su imagen, pero también algo más. Los ojos estaban allí, en cada reflejo, observándola. María sintió que el pánico la invadía, pero se obligó a mantener la calma.
—¿Quién eres? —gritó, su voz resonando en la habitación.
Los ojos parpadearon, y una voz susurrante respondió:
—Somos los guardianes de la oscuridad. Hemos observado a los intrusos durante siglos. Nadie puede escapar de nuestra mirada.
María sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies. La verdad la golpeó con fuerza; esos ojos no eran de este mundo. Eran entidades antiguas, atrapadas entre dimensiones, y ella había despertado su interés.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó, tratando de mantener la compostura.
—Queremos lo que nos pertenece. La oscuridad es nuestro dominio, y tú has osado desafiarla.
María comprendió que no había escapatoria. Los ojos no la dejarían en paz hasta que obtuvieran lo que querían. Sintió una mano fría en su hombro, y al girarse, vio a David, con los ojos vacíos y sin vida.
—David… —susurró, con lágrimas en los ojos.
—Él ya no es tu hermano. Ahora es uno de nosotros —dijo la voz, y María sintió que su mundo se desmoronaba.
La oscuridad la envolvió, y los ojos la rodearon, absorbiéndola en su abismo. María gritó, pero su voz se perdió en la nada. La mansión volvió a quedar en silencio, y los ojos regresaron a las sombras, esperando a su próxima víctima.
En el pueblo de San Elías, la gente siguió con su vida, ajena a la tragedia que había ocurrido. La madre de María y David nunca supo lo que les había pasado. Solo encontró la casa vacía y un mensaje escrito en el espejo del baño: «La oscuridad nos ha reclamado».
Y así, la mansión de los Carrington continuó siendo un lugar de misterio y terror, con ojos en la oscuridad acechando a aquellos que se atrevían a desafiarla.