El sol apenas comenzaba a despuntar sobre el horizonte cuando Clara, Lucas y Mateo se encontraron en la entrada del Bosque Encantado. Habían oído rumores de un sendero mágico que, si se seguía correctamente, los llevaría a un mundo lleno de criaturas míticas. Con mochilas cargadas de provisiones y corazones llenos de emoción, se adentraron en la espesura.
—¿Estás seguro de que este es el camino correcto? —preguntó Clara, mirando el mapa antiguo que sostenía en sus manos.
—Sí, la abuela me dijo que el sendero mágico comienza justo aquí, junto a la roca con forma de dragón—respondió Lucas, señalando una roca que, efectivamente, tenía un extraño parecido con la cabeza de un dragón.
Mateo, siempre el más valiente del grupo, tomó la delantera. «Vamos, no tenemos todo el día», dijo con una sonrisa audaz. Clara y Lucas lo siguieron de cerca, sus pasos resonando suavemente en el suelo cubierto de hojas.
El sendero parecía cambiar a medida que avanzaban. A veces, los árboles se inclinaban para formar arcos sobre sus cabezas, y otras veces, las flores brillaban con una luz propia. «Esto es increíble», murmuró Clara, maravillada.
Después de caminar durante lo que parecieron horas, llegaron a un claro donde un río de agua cristalina corría suavemente. Allí, encontraron a una criatura que solo habían visto en libros: un unicornio. Su pelaje blanco brillaba bajo el sol, y su cuerno dorado resplandecía con una luz mágica.
—¡Hola! —dijo Lucas, dando un paso adelante—. ¿Eres real?
El unicornio inclinó la cabeza y habló con una voz melodiosa. «Sí, soy real. Soy Lyria, guardiana del Bosque Encantado. ¿Qué os trae por aquí?»
—Estamos buscando aventuras y criaturas míticas —respondió Mateo, sin poder ocultar su entusiasmo.
Lyria sonrió. «Entonces habéis venido al lugar correcto. Pero tened cuidado, no todas las criaturas son tan amigables como yo».
Con una despedida y un último vistazo al unicornio, los niños continuaron su camino. No pasó mucho tiempo antes de que se encontraran con un grupo de duendes que jugaban junto a un lago. Los duendes eran pequeños, con orejas puntiagudas y ojos traviesos.
—¿Queréis jugar con nosotros? —preguntó uno de ellos, lanzando una pelota hecha de hojas y flores.
—Claro —dijo Clara, riendo—. Pero solo un rato, tenemos que seguir explorando.
Jugaron y rieron hasta que el sol comenzó a ponerse. Fue entonces cuando los duendes les advirtieron de la noche en el Bosque Encantado.
«Cuando cae la noche, las sombras cobran vida», dijo el duende mayor con seriedad. «Debéis encontrar refugio antes de que oscurezca».
Agradecidos por el consejo, los niños se apresuraron a buscar un lugar seguro. Encontraron una cueva iluminada por cristales brillantes y decidieron pasar la noche allí. Mientras se acomodaban, Lucas no pudo evitar preguntarse qué otras maravillas y peligros les esperaban al día siguiente.
—¿Creéis que encontraremos más criaturas? —preguntó, mirando a sus amigos.
—Estoy seguro de que sí —dijo Mateo—. Este bosque está lleno de magia.
Clara asintió, sus ojos brillando con determinación. «No importa lo que encontremos, siempre y cuando estemos juntos».
Con esa certeza, los tres amigos se acurrucaron bajo sus mantas, dejando que el brillo de los cristales los llevara a un sueño profundo y lleno de sueños mágicos. La aventura en el Bosque Encantado apenas había comenzado, y sabían que lo mejor estaba aún por venir.