Había una vez, en un pequeño reino, una joven llamada Cenicienta. Ella vivía con su madrastra y sus dos hermanastras, quienes la trataban muy mal. “¡Cenicienta, ven aquí y limpia el suelo!” gritaba su madrastra. Cenicienta suspiraba, pero siempre obedecía.
Un día, el rey anunció que habría un gran baile en el palacio. “¡Todas las jóvenes del reino están invitadas!”, decía el mensajero. Las hermanastras de Cenicienta estaban emocionadas. “¡Debemos encontrar los vestidos más hermosos!” decía una de ellas. Cenicienta, con tristeza, miraba desde la ventana mientras ellas se preparaban.
Cuando llegó el día del baile, sus hermanastras se fueron, dejándola sola en casa. “No tengo nada que ponerme,” se lamentó Cenicienta, mientras se sentaba en la cocina. De repente, apareció un destello de luz y, ante ella, apareció un hada madrina. “¡No llores, querida! Voy a ayudarte a ir al baile,” dijo el hada con una sonrisa.
El hada movió su varita mágica y, en un instante, Cenicienta se encontró con un hermoso vestido de gala y unos zapatos brillantes. “¡Pero recuerda! Debes regresar antes de la medianoche,” advirtió el hada. Cenicienta asintió emocionada.
Cuando llegó al baile, todos los ojos se posaron en ella. El príncipe, al verla, se acercó y le dijo: “Eres la más hermosa de todas. ¿Bailarías conmigo?” Cenicienta sonrió y aceptó. Bailaron y rieron, y Cenicienta se sintió más feliz que nunca.
Pero, cuando el reloj comenzó a sonar, Cenicienta recordó las palabras del hada. “Debo irme, príncipe, ¡adiós!” gritó mientras corría hacia la puerta. En su prisa, dejó atrás un zapato de cristal. El príncipe lo recogió y se quedó mirando, confundido pero encantado.
Al día siguiente, el príncipe decidió buscar a la dueña del zapato. Llamó a todas las jóvenes del reino. Cuando llegó a la casa de Cenicienta, sus hermanastras intentaron ponérselo, pero no les quedó. “¡Yo también quiero probarlo!” dijo Cenicienta, que había estado escondida.
El príncipe sonrió al ver a Cenicienta. “¡Eres tú! El zapato te queda perfecto,” exclamó. Entonces, Cenicienta le contó sobre su vida con su madrastra y hermanastras. El príncipe, conmovido, decidió llevarla al palacio.
Desde ese día, Cenicienta vivió feliz con el príncipe, y su madrastra y hermanastras aprendieron a ser amables. “Nunca más volveré a ser maltratada,” dijo Cenicienta, sonriendo. Y así, todos en el reino celebraron la felicidad de Cenicienta, que había encontrado su lugar en el mundo. Fin.