Cómo sobrevivir a una cena familiar con un chef incompetente

La familia González se reunía cada año para una cena que, según la tradición, debía ser preparada por un chef profesional. Este año, la tía Margarita había contratado a un tal Chef Rigoberto, un hombre con más títulos de los que podía pronunciar y un ego que competía con el Everest. Nadie sospechaba que aquel hombre, con su gorro de chef más grande que su cabeza, estaba a punto de convertir la cena en un espectáculo de humor involuntario.

Cuando el reloj marcó las siete, la familia comenzó a llegar a la casa de la abuela Rosalía. Los primeros en aparecer fueron los primos gemelos, Luis y Luisa, quienes siempre traían consigo un aura de caos. Luego llegó el tío Ernesto, con su inseparable colección de chistes malos. Finalmente, todos se acomodaron en la sala, esperando con ansias el banquete que Chef Rigoberto prometía.

—¡Bienvenidos todos! —anunció la abuela Rosalía—. Hoy tenemos el honor de ser servidos por el famoso Chef Rigoberto.

El chef entró en la sala con una sonrisa que podría haber iluminado un estadio. Vestía un delantal blanco inmaculado y sostenía una cuchara de madera como si fuera un cetro real.

—Gracias, señora Rosalía. Hoy les prepararé un menú que nunca olvidarán —dijo con una voz que resonaba como un trueno.

Nunca olvidarán, pensó Luis, y no se equivocaba.

La primera señal de que algo iba mal llegó cuando el chef comenzó a preparar la entrada: una ensalada de frutas exóticas. Mientras cortaba una piña, lanzó un trozo al aire y trató de atraparlo con la boca. El trozo cayó al suelo, rebotó y terminó en el zapato del tío Ernesto.

—¡Eso es lo que yo llamo un gol de piña! —dijo Ernesto, rompiendo el hielo con una carcajada.

La familia comenzó a reír, y el chef, sin perder la compostura, recogió la piña del zapato y la lanzó a la basura, aunque no sin antes tropezar con el perro de la abuela, un chihuahua llamado Napoleón, que ladró indignado.

La siguiente fase de la cena fue el plato principal: un filete Wellington. Chef Rigoberto, con la confianza de un equilibrista ciego, comenzó a enrollar la carne en una masa de hojaldre. Sin embargo, olvidó un pequeño detalle: encender el horno. Después de veinte minutos de espera, la abuela Rosalía se acercó al chef.

—¿No cree que el horno debería estar encendido? —preguntó con una sonrisa forzada.

—¡Ah, claro! —respondió el chef, encendiendo el horno con un gesto dramático—. Es parte de mi técnica secreta, señora Rosalía.

Los gemelos Luis y Luisa intercambiaron miradas de complicidad. Sabían que algo grande estaba por suceder. Y sucedió. Cuando el chef finalmente metió el filete en el horno, olvidó ajustar la temperatura. En lugar de cocinarse lentamente, el filete se carbonizó en cuestión de minutos. El olor a quemado llenó la casa y los detectores de humo comenzaron a sonar como una sinfonía desafinada.

—¡Esto es un Wellington al carbón! —exclamó el tío Ernesto, provocando otra ronda de risas.

El chef, sudando más que un maratonista en el desierto, decidió que era hora de preparar el postre: un soufflé de chocolate. Mientras batía los ingredientes, accidentalmente derramó una botella de licor de menta en la mezcla. Sin querer desperdiciar nada, decidió seguir adelante.

—Un toque de menta nunca viene mal —dijo, aunque nadie le había preguntado.

El soufflé, que debía elevarse majestuosamente, salió del horno como una masa informe y verde. La abuela Rosalía, siempre diplomática, fue la primera en probarlo. Su cara pasó por una serie de expresiones que iban desde la sorpresa hasta el horror.

—Es… interesante —dijo finalmente, tratando de no escupir el bocado.

Los gemelos, siempre dispuestos a una aventura, tomaron cucharadas gigantes del soufflé y comenzaron a hacer muecas exageradas, imitando a la abuela. La familia estalló en carcajadas, mientras el chef intentaba mantener su dignidad.

Finalmente, la cena llegó a su fin. La abuela Rosalía se levantó y, con una sonrisa que mezclaba resignación y alivio, dijo:

—Quiero agradecer al Chef Rigoberto por esta noche inolvidable. Realmente, nunca la olvidaremos.

El chef, sin entender del todo la ironía, hizo una reverencia y se retiró con la misma pomposidad con la que había llegado.

Cuando la puerta se cerró, la familia se miró en silencio por un momento antes de estallar en risas incontrolables. El tío Ernesto, con lágrimas en los ojos, dijo:

—Creo que deberíamos contratarlo para todas nuestras cenas. ¡Nunca me había divertido tanto!

Y así, la cena familiar se convirtió en una anécdota que contarían durante años, siempre con una mezcla de horror y alegría. Porque, al final del día, lo importante no era la comida, sino las risas que compartieron.

Y quién sabe, pensó la abuela Rosalía, quizás el próximo año contrate a un payaso en lugar de un chef.

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Cuentomanía

Don Cuento es un escritor caracterizado por su humor absurdo y satírico, su narrativa ágil y desenfadada, y su uso creativo del lenguaje y la ironía para comentar sobre la sociedad contemporánea. Utiliza un tono ligero y sarcástico para abordar los temas y usas diálogos rápidos y situaciones extravagantes para crear un ambiente de comedia y surrealismo a lo largo de sus historias.

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