La noche se cernía sobre la ciudad como un manto oscuro, y las luces de los edificios apenas lograban perforar la negrura que se asentaba en el aire. En un pequeño apartamento, un joven llamado Samuel se retorcía en su cama, sudoroso y agitado. Desde hacía semanas, había comenzado a experimentar sueños extraños, visiones que se sentían más reales que su propia vida. En ellos, era un faraón, un monarca de un antiguo Egipto que gobernaba con puño de hierro y una crueldad que le helaba la sangre.
«¿Por qué no puedo despertar?» se preguntaba mientras luchaba contra el peso de los sueños. En ellos, veía a sus súbditos arrodillados, temerosos de su ira. Las imágenes eran vívidas: el oro brillante, los rituales macabros, y la sensación de poder absoluto que le envolvía. Pero había algo más, algo oscuro que lo perseguía. Una sombra que acechaba en cada rincón de su mente.
Una mañana, después de una noche particularmente intensa, decidió hablar con su amiga Clara, una estudiante de psicología. Se encontraron en una cafetería, el aroma del café flotando en el aire, pero Samuel no podía concentrarse en nada más que en sus pesadillas.
—Clara, tengo que contarte algo —comenzó, su voz temblando.
—Claro, cuéntame —respondió ella, mirándolo con atención.
—He estado soñando que soy un faraón… un faraón cruel. La gente me teme, y yo… yo disfruto de su miedo. Es como si reviviera una vida que nunca he vivido.
Clara frunció el ceño, intrigada pero preocupada. —Eso suena intenso. ¿Te sientes bien al respecto?
Samuel se encogió de hombros. «No lo sé. A veces siento que esos sueños son más reales que mi propia vida.»
—Tal vez deberías llevar un diario de sueños. Anotar lo que recuerdas podría ayudarte a entenderlo.
Samuel asintió, aunque en el fondo sabía que no era solo un sueño. Había algo más, algo que lo llamaba, que lo atraía hacia la oscuridad que había dejado atrás.
Esa noche, el sueño se intensificó. Se vio a sí mismo en un gran salón, adornado con oro y joyas, un trono imponente en el centro. A su alrededor, los sacerdotes murmuraban encantamientos en un lenguaje que no comprendía. La atmósfera estaba cargada de un poder palpable.
—¡Oh, faraón! —exclamó uno de los sacerdotes, con una voz temblorosa—. ¡Tus deseos son órdenes!
Samuel se sintió invadido por una oleada de arrogancia. —¡Que se traiga a los rebeldes! —gritó. «No toleraré la desobediencia.»
Los sacerdotes asintieron, y de repente, la escena cambió. Se encontró en un oscuro calabozo, donde los prisioneros gemían de dolor. Samuel los miró, sintiendo una mezcla de poder y repulsión. Pero algo más le esperaba: una figura encapuchada se acercó a él.
—Tú no eres el faraón que crees ser —susurró la figura, su voz resonando como un eco en su mente.
—¿Quién eres? —preguntó Samuel, sintiendo una punzada de miedo.
—Soy el eco de tus acciones. Tu crueldad ha dejado una marca en el tiempo.
Samuel despertó de un salto, su corazón latiendo con fuerza. «¿Qué significaba eso?» se preguntó. La figura lo había dejado perturbado, y la sensación de que su vida estaba conectada a algo más grande, más oscuro, lo consumía.
Los días pasaron, y los sueños continuaron. Una noche, en un arrebato de desesperación, decidió buscar respuestas en la biblioteca de la universidad. Pasó horas sumergido en libros sobre el antiguo Egipto, buscando cualquier pista que pudiera explicarle su conexión con el faraón. Cuando finalmente encontró un texto que hablaba sobre un faraón llamado Seti, un gobernante conocido por su brutalidad, sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—¿Seti? —murmuró para sí mismo, aterrorizado. «No puede ser.»
A medida que leía, los detalles se volvieron más inquietantes. Seti había sido conocido por sacrificar a aquellos que se oponían a su reinado, y su espíritu, según la leyenda, había quedado atrapado en el inframundo, buscando venganza. Samuel sintió que la conexión era innegable.
Decidido a acabar con la pesadilla, buscó la ayuda de Clara una vez más. Se encontraron en un parque, el aire fresco y lleno de vida, pero Samuel se sentía como un muerto en vida.
—Clara, creo que estoy atrapado en un ciclo. Seti está intentando volver a la vida a través de mí.
Ella lo miró con preocupación. —Eso suena… aterrador. Pero, ¿cómo puedes estar seguro?
—Los sueños son tan reales, Clara. Siento su ira, su deseo de venganza. ¿Y si no soy solo un soñador? ¿Y si soy el recipiente de su maldad?
Clara tomó su mano. —Debes encontrar una forma de liberarte de eso. Tal vez un ritual o algo que cierre esa conexión.
Samuel asintió, aunque en el fondo sabía que la oscuridad que lo acechaba no se iría tan fácilmente. Esa noche, decidió intentar un ritual que había encontrado en uno de los libros. Con un puñado de sal, una vela negra y un espejo, se preparó para enfrentar a Seti.
—Si estás aquí, muéstrate —dijo, su voz temblando mientras miraba su reflejo.
El aire se tornó frío, y la llama de la vela parpadeó. En el espejo, una figura comenzó a tomar forma. Era él, pero no era él. La imagen era de un hombre mayor, con rasgos afilados y ojos oscuros que parecían devorar la luz.
—¿Por qué me has despertado, hijo de la tierra? —preguntó la figura en un susurro que resonó en su mente.
Samuel sintió un terror paralizante. —No quiero ser tú. No quiero ser Seti.
—Demasiado tarde, —respondió el faraón, su voz como un eco lejano. Tu sangre me llama. Tu vida es mía.
Con un grito ahogado, Samuel sintió cómo la oscuridad lo envolvía. La figura del faraón se acercó más y más, hasta que Samuel sintió que su esencia comenzaba a desvanecerse. «No…» pensó, pero ya era demasiado tarde. La conexión se había establecido.
Despertó en su cama, pero algo había cambiado. La luz del sol entraba por la ventana, pero el mundo parecía diferente. El aire estaba cargado de una extraña energía, y una risa resonaba en su mente, una risa que no era suya.
Días después, Clara notó el cambio. Samuel ya no era el mismo. Había una frialdad en su mirada, una distancia que la llenaba de inquietud. Se lo dijo en una de sus charlas, mientras caminaban por la universidad.
—Samuel, ¿estás bien? No pareces tú mismo.
Él sonrió, pero no era una sonrisa genuina. —Estoy mejor que nunca, Clara. He encontrado mi propósito.
—¿Propósito? ¿De qué hablas?
—El poder. He aprendido a aceptar lo que soy. No soy solo un soñador. Soy Seti, y estoy listo para reclamar lo que es mío.
Clara sintió un escalofrío recorrer su espalda. —Eso no está bien. Debes luchar contra eso.
—¿Por qué? —respondió él, su voz fría como el acero. «La debilidad es para los que no comprenden su verdadero potencial.»
A partir de ese momento, Samuel comenzó a cambiar. Se volvió más aislado, más oscuro, y Clara sintió que había perdido a su amigo. Las risas y la luz que una vez compartieron se desvanecieron, dejando solo una sombra.
Una noche, Clara decidió confrontarlo. Se presentó en su apartamento, su corazón latiendo con fuerza.
—Samuel, por favor, escúchame. No eres Seti. Eres Samuel.
Él la miró con desprecio. —¿Y qué si lo soy? Ya no hay vuelta atrás.
—No puedes dejar que esto te consuma.
—¿Consumir? —replicó él, acercándose a ella—. Esto es liberación.
Clara sintió el terror apoderarse de ella. —Samuel, por favor. Te necesito.
—No eres más que un obstáculo en mi camino.
Con un movimiento rápido, él la empujó hacia atrás, y Clara cayó al suelo. La oscuridad en sus ojos se volvió más intensa, y ella sintió que su vida se desvanecía.
—¡No! —gritó, pero su voz fue ahogada por el eco de la risa de Seti, resonando en la habitación.
Y así, en la penumbra de su apartamento, el joven que una vez fue Samuel se convirtió en el faraón de los sueños, atrapado entre dos mundos, un ser que había perdido todo rastro de humanidad.
«La crueldad nunca muere,» susurró una voz en su mente, mientras la risa resonaba en la oscuridad. Samuel había desaparecido, y con él, la esperanza. La historia de Seti continuaría, y el ciclo de terror jamás tendría fin.