El pequeño pueblo de Eldergrove se preparaba para su centenario festival. Las luces de colores colgaban de los árboles, y el aroma de manzanas caramelizadas y canela impregnaba el aire. Sin embargo, tras la alegría y la celebración, una sombra oscura se cernía sobre el lugar. Cada cien años, los duendes oscuros emergían de su letargo, y esa noche, la cacería de almas comenzaría.
«¿Estás listo para el festival, Clara?» preguntó Tomás, su mejor amigo, mientras ajustaba su sombrero de copa. Tenía una sonrisa amplia, pero en sus ojos había un destello de inquietud.
«Sí, pero tengo un mal presentimiento», respondió Clara, mirando hacia el bosque que bordeaba el pueblo. Las sombras parecían moverse, como si algo las estuviera observando. «Siempre he oído historias sobre los duendes…»
«Son solo cuentos para asustar a los niños», interrumpió Tomás, riendo. «Vamos, no dejes que esas historias te arruinen la diversión.»
A medida que la noche caía, la plaza del pueblo se llenó de risas, música y bailes. Sin embargo, Clara no podía sacudirse la sensación de que algo estaba mal. La luna llena iluminaba el cielo, y una niebla espesa comenzó a descender, envolviendo el pueblo en un manto de misterio.
«¡Clara! ¡Tomás!» gritó Marta, una amiga de la infancia, mientras corría hacia ellos. «¡Tienen que ver esto!»
Los tres se acercaron al centro de la plaza, donde un viejo narrador estaba contando historias sobre el origen del festival. «Cada cien años, cuando la luna brilla en su plenitud, los duendes oscuros emergen de su morada para reclamar lo que es suyo. Las almas de aquellos que se atreven a ignorar las advertencias.»
«Eso es solo una leyenda», murmuró Tomás, aunque su voz temblaba ligeramente.
«¿Y si no lo es?» Clara se sintió inquieta. «¿Y si esta vez es diferente?»
La noche avanzaba, y el ambiente se tornaba cada vez más extraño. La música se detuvo de repente, y un silencio incómodo se apoderó de la plaza. Las luces comenzaron a parpadear, y un viento helado recorrió las calles.
«¿Qué está pasando?» preguntó Marta, asustada.
«Es solo un fallo técnico», dijo Tomás, aunque su rostro palideció.
Pero Clara sabía que no era así. En ese momento, un grito desgarrador resonó en la oscuridad. Todos se volvieron hacia el bosque, donde una figura oscura emergía entre los árboles. Era un duende, pequeño y retorcido, con ojos que brillaban como carbones encendidos.
«¡Huyan!» gritó Clara, pero la multitud estaba paralizada por el miedo.
«¡No pueden escapar!» chilló el duende, su voz rasposa resonando en la noche. «Hoy es nuestra noche. Vuestras almas son el sacrificio que buscamos.»
La gente comenzó a correr en todas direcciones, pero cada paso que daban parecía llevarlos más profundamente hacia la oscuridad. Clara y sus amigos se encontraron atrapados en un laberinto de sombras.
«¿Dónde están los demás?» preguntó Marta, con lágrimas en los ojos.
«No lo sé», respondió Tomás, su voz temblorosa. «Debemos encontrar una salida.»
Mientras corrían, el duende los seguía, riendo de manera siniestra. «No hay salida, solo un destino. ¡Vuestras almas son mías!»
«¡Clara, mira!» exclamó Tomás, señalando una cabaña en el bosque. «Podemos escondernos allí.»
Sin pensarlo dos veces, se dirigieron hacia la cabaña. Al entrar, se encontraron con un ambiente polvoriento y sombrío, lleno de objetos extraños y antiguos. Clara cerró la puerta con fuerza, tratando de bloquear el sonido de la risa del duende.
«¿Qué hacemos ahora?» preguntó Marta, asustada.
«Debemos encontrar algo que nos ayude», dijo Clara, mientras buscaba entre los objetos. «Tal vez haya algo aquí que nos proteja.»
De repente, un libro grueso cayó de una estantería, abriéndose en una página que mostraba un símbolo extraño. «Miren», dijo Clara, «esto habla de un ritual para ahuyentar a los duendes.»
«¿Y qué dice?» preguntó Tomás, acercándose.
«Necesitamos tres cosas: una pluma de un ave nocturna, un diente de un lobo y un poco de tierra de la entrada del bosque», leyó Clara. «Pero… ¿dónde vamos a encontrar eso?»
«Podemos salir y buscar», sugirió Tomás, aunque su voz temblaba.
«¡No! ¡Es demasiado peligroso!» gritó Marta. «El duende está ahí afuera, nos matará.»
«Si no hacemos nada, nos atrapará de todos modos», insistió Clara. «Debemos intentarlo.»
Con un profundo suspiro, decidieron salir de la cabaña. La niebla se había espesado, y el aire estaba cargado de un silencio inquietante. Clara lideró el camino, con Tomás y Marta a su lado.
«¡Rápido!» dijo Clara, mientras se adentraban en el bosque. «Busquemos la pluma primero.»
Tras unos minutos de búsqueda, encontraron un ave muerta en el suelo. Clara se acercó con cautela y, tras un momento de duda, arrancó una pluma de su ala. «Una pluma de ave nocturna», murmuró, guardándola en su bolsillo.
«Ahora, el diente de lobo», dijo Tomás, mirando nerviosamente a su alrededor.
«¡Escuchen!» gritó Marta, señalando hacia un arbusto. Un lobo aparecía entre las sombras, sus ojos brillando con ferocidad. «¡Corran!»
El lobo los persiguió, y Clara sintió que su corazón latía con fuerza. «¡Atrás, no se acerque!» gritó, mientras se giraba para enfrentar al animal. Con un movimiento rápido, tomó una piedra del suelo y la lanzó hacia el lobo, que se detuvo, aullando de dolor.
«¡Diente! ¡Necesitamos su diente!» gritó Tomás, mientras Clara se acercaba con cautela. Con un rápido movimiento, logró arrancar un diente del lobo. «Lo tengo», dijo, temblando.
«¡Ahora, la tierra!» exclamó Marta, mientras corrían de vuelta hacia la cabaña. Sin embargo, el duende apareció de repente, bloqueando su camino.
«¿Creen que pueden escapar de mí?» rió, sus ojos resplandecían con un brillo maligno. «Vuestras almas son mías.»
«¡Atrás!» gritó Clara, levantando la pluma y el diente. «¡No te tenemos miedo!»
El duende se detuvo, mirándolos con curiosidad. «¿Qué intentan hacer, mortales?»
«Estamos aquí para detenerte», respondió Clara, su voz firme. «No dejaremos que nos atrapes.»
«¿Y qué piensan hacer con esos trinkets?» se burló el duende, acercándose lentamente. «No tienen poder contra mí.»
«¡Silencio!» gritó Clara, mientras lanzaba la pluma al suelo. El aire se llenó de un brillo tenue, pero el duende solo se rió.
«¿Eso es todo lo que tienen?» dijo, su voz resonando con desdén. «Son solo objetos sin valor.»
Desesperada, Clara recordó la última parte del ritual. «¡La tierra!» gritó. «¡Marta, ayúdame!»
Marta, comprendiendo, se arrodilló y tomó un puñado de tierra del suelo, arrojándola hacia el duende. En ese instante, el brillo de la pluma y el diente se intensificó, creando una barrera de luz.
«¡No!» chilló el duende, mientras la luz lo envolvía. «¡No puede ser!»
Pero antes de que pudieran celebrar su victoria, el duende se desvaneció en la oscuridad, dejando solo un eco de su risa. Clara y sus amigos se miraron, aliviados, pero una sensación de inquietud persistía.
«Lo logramos», dijo Tomás, aunque su voz sonaba vacía.
«Pero… ¿y si vuelve?» preguntó Marta, su rostro pálido.
«Debemos estar preparados», respondió Clara, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda. «No podemos dejar que esto vuelva a suceder.»
Sin embargo, mientras regresaban al pueblo, una sombra se deslizó detrás de ellos. Nadie se dio cuenta de que el duende oscuro había dejado una parte de sí mismo en Eldergrove. Una pequeña semilla de maldad que germinaría en el próximo festival.
Y así, el ciclo continuaría, con el pueblo atrapado en la ilusión de la celebración, sin saber que cada cien años, los duendes oscuros regresarían, y esta vez, quizás, no habría forma de detenerlos.