La lluvia caía a cántaros, y el viento aullaba como un lobo hambriento, mientras Clara se apresuraba hacia la estación de trenes. Había perdido la noción del tiempo, pero sabía que el último tren a su hogar partía en unos minutos. La estación estaba desierta, iluminada solo por la tenue luz de un farol parpadeante.
“¿Dónde está todo el mundo?”, murmuró para sí misma. La sensación de desasosiego se apoderó de ella. Se acercó al andén y vio que el tren, un viejo modelo de locomotora con vagones desgastados, esperaba con las puertas abiertas, como un monstruo que aguardaba a su presa.
Sin pensarlo, subió. El interior era oscuro y polvoriento, con asientos de cuero agrietado y ventanas cubiertas de una niebla espesa. A medida que avanzaba, notó que no había nadie más a bordo. La soledad la envolvía, y una inquietante sensación de que algo no estaba bien comenzó a crecer en su interior.
“¿Hola?”, llamó, su voz resonando en el silencio. No obtuvo respuesta.
Se sentó en un asiento cerca de la ventana, mirando cómo la lluvia golpeaba el cristal. La locomotora emitió un silbido agudo, y las puertas se cerraron de golpe, como si la atraparan en su interior. El tren comenzó a moverse, arrastrando a Clara hacia la oscuridad.
“Esto no puede estar pasando”, pensó, mientras el paisaje se desvanecía en una bruma grisácea. No había luces, ni señales de vida, solo un interminable túnel de sombras. De repente, sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
El tren se detuvo abruptamente, y Clara se sobresaltó. Unos segundos más tarde, la puerta del vagón se abrió, y una figura oscura apareció en el umbral. Era un hombre de aspecto desaliñado, con una chaqueta raída y ojos hundidos.
“¿Te gustaría que te acompañara?”, preguntó con una voz rasposa. Clara sintió un nudo en el estómago.
“¿A dónde vamos?”, inquirió, intentando mantener la calma.
“Donde todos los que se pierden terminan”, respondió el hombre, sonriendo de una manera que no inspiraba confianza.
“No, gracias”, dijo Clara, sintiendo que su corazón latía con fuerza.
El hombre se encogió de hombros y se sentó en el asiento opuesto. La atmósfera se volvió tensa. Clara intentó distraerse mirando por la ventana, pero lo único que veía era una negrura abrumadora.
“¿Sabías que este tren es especial?”, preguntó el hombre, rompiendo el silencio.
“¿Especial cómo?”, Clara lo miró con desconfianza.
“Lleva a sus pasajeros a lugares que nunca imaginarías. A veces, a donde nunca quisieras ir”, dijo, con una risa que resonó como un eco en el vagón.
Clara sintió un escalofrío. “Esto es una locura”, pensó. “Solo necesito llegar a casa”.
El tren volvió a moverse, y esta vez, la velocidad aumentó. Las paredes del vagón parecían cerrarse, como si el tren mismo estuviera vivo, ansioso por tragarse a sus ocupantes. Clara sintió que la desesperación la invadía.
“¿Qué pasará si no llego a mi destino?”, preguntó, con la voz entrecortada.
“Ese es el problema”, respondió el hombre, su mirada oscura y penetrante. “No hay destino. Solo un viaje sin fin”.
Clara se levantó de su asiento, buscando una salida, pero el hombre la detuvo con una mano. “No puedes escapar. Estás aquí para quedarte, como todos los demás”, dijo, su voz un susurro gélido.
“¡Suéltame!”, gritó Clara, pero sus palabras se perdieron en la nada.
El tren se detuvo nuevamente, y esta vez, las luces parpadearon. Clara sintió que algo se movía en la oscuridad que la rodeaba. Un susurro, un murmullo, como si el tren estuviera hablando.
“Clara… Clara…” resonó una voz, suave y melódica, pero cargada de una tristeza profunda.
“¿Quién está ahí?”, preguntó, asustada.
“Ven a jugar con nosotros”, dijo la voz, y Clara pudo ver sombras danzantes en los rincones del vagón. Siluetas de niños, sus ojos brillando con una luz sobrenatural.
“No, no quiero jugar”, respondió, retrocediendo.
“Pero estamos solos aquí. Nadie viene a buscarnos”, dijo uno de ellos, con una sonrisa inquietante. “Solo tú puedes liberarnos”.
“¿Liberarlos de qué?”, preguntó Clara, sintiendo que la desesperación se transformaba en terror.
“De este tren”, respondió el niño, su voz resonando con un eco que parecía atravesar el tiempo. “Pero tú también estás atrapada”.
Clara sintió que el aire se le escapaba. “No, no puedo estar atrapada. Debo irme a casa”, suplicó, pero las sombras comenzaron a acercarse, sus risas llenando el aire con un eco escalofriante.
“¿Por qué no te quedas con nosotros? No hay dolor aquí, solo diversión”, dijo uno de los niños, extendiendo su mano hacia ella.
“¡No!”, gritó Clara, dándose la vuelta y corriendo hacia la puerta. Pero cuando intentó abrirla, se dio cuenta de que estaba sellada. “¡Ayuda! ¡Alguien, por favor!”
“¿Quién te escuchará? Estamos solos, Clara. Solo tú y nosotros”, dijo el hombre, riendo con malicia.
Clara se sintió atrapada, como un ratón en una trampa, y el tren comenzó a moverse de nuevo, esta vez más rápido. Las luces parpadeaban, y las sombras se arremolinaban a su alrededor, sus risas convirtiéndose en gritos ensordecedores.
“¡Basta! ¡Déjenme salir!” gritó, pero su voz se perdió en el clamor de la oscuridad.
El tren se detuvo una vez más, y en ese momento, Clara vio algo que la llenó de horror. En las ventanas, vio reflejos de otros pasajeros, rostros pálidos y vacíos, con miradas que suplicaban ayuda. “¿Qué les pasó?” preguntó, aterrorizada.
“Son como tú. Vienen y nunca se van”, dijo el hombre, su risa resonando en el aire. “Este es el último tren a la oscuridad”.
Clara sintió que el miedo la invadía. “No quiero quedarme aquí. No quiero ser una más”, dijo, su voz quebrándose.
“Ya es demasiado tarde”, respondió el hombre, acercándose a ella. “Una vez que subes, ya no hay vuelta atrás”.
“¡No, por favor!”, suplicó, sintiendo que las sombras la rodeaban, sus manos frías tocando su piel.
El tren comenzó a moverse de nuevo, y Clara sintió que su corazón se detenía. Las sombras se abalanzaron sobre ella, y en un instante, se encontró rodeada de risas y susurros.
“Bienvenida al juego, Clara”, dijeron las voces en un coro siniestro. “Ahora eres una de nosotros”.
El tren continuó su viaje, llevándose a Clara hacia la eternidad, donde el tiempo no tenía significado y la oscuridad era su única compañera.
Los pasajeros se asomaron a las ventanas, sus rostros reflejando el horror y la desesperación. “No hay salida”, susurraron, mientras el tren se adentraba en la noche, dejando atrás la luz y la esperanza.
El último tren a la oscuridad no tenía destino, solo un viaje interminable hacia lo desconocido. Clara se unió a las sombras, atrapada en un ciclo del que no podría escapar, y en su mente resonaba la única verdad que le quedaba: “Nunca hay un regreso”.