Sofía encontró una caja de música en el ático polvoriento de su abuela. Al abrirla, una melodía antigua y dulce comenzó a sonar, pero había algo inquietante en ella. La diminuta bailarina de porcelana giraba lentamente, su expresión congelada en una sonrisa extraña.
Aquella noche, Sofía dejó la caja en su mesilla y se durmió. Alrededor de la medianoche, la melodía comenzó a sonar de nuevo por sí sola. Se despertó y vio a la bailarina girando frenéticamente, su sonrisa transformada en una mueca de horror.
De repente, la música se detuvo abruptamente, y la habitación quedó en silencio. Sofía intentó levantarse, pero su cuerpo no respondía. Sintió un peso opresivo sobre ella y notó que la bailarina ahora estaba de pie en su pecho, mirándola con sus ojos vacíos.
La bailarina comenzó a crecer, sus rasgos se distorsionaban hasta convertirse en una figura grotesca. Con un movimiento brusco, se abalanzó sobre Sofía, sus dedos fríos y duros como el mármol cerrándose alrededor de su cuello.
A la mañana siguiente, la madre de Sofía encontró la caja de música cerrada en la mesilla. Al abrirla, la melodía sonó de nuevo, pero esta vez, en lugar de la bailarina, había una pequeña figura de porcelana que se parecía inquietantemente a Sofía, su rostro congelado en una expresión de terror eterno.