El viento aullaba entre los edificios de la ciudad, llevando consigo el eco de un misterio que había permanecido sin resolver durante meses. Los periódicos lo llamaban «El Asesino Sin Rostro», un nombre que evocaba tanto terror como fascinación. Cada víctima encontrada carecía de identificación, sus rostros destrozados más allá del reconocimiento. Era como si el asesino quisiera borrar cualquier rastro de su existencia.
Carlos Méndez, un periodista de investigación, se había obsesionado con el caso. Pasaba noches enteras revisando informes policiales, buscando patrones, pistas, cualquier cosa que pudiera darle una ventaja para descubrir la identidad del asesino. Su oficina estaba cubierta de recortes de periódicos, fotografías de las escenas del crimen y mapas con chinchetas de colores que marcaban los lugares donde se habían encontrado los cuerpos.
Una noche, mientras revisaba por enésima vez las pruebas, su teléfono sonó. Era un número desconocido. Dudó un momento antes de contestar.
—¿Diga?
—Carlos Méndez, ¿verdad? —la voz al otro lado de la línea era grave y distorsionada, como si hablara a través de un modulador de voz.
—Sí, soy yo. ¿Quién habla?
—Eso no importa. Tengo información sobre el Asesino Sin Rostro. Si quieres saber más, ven solo al callejón detrás del Teatro Imperial a medianoche.
Antes de que Carlos pudiera responder, la llamada se cortó. Miró el reloj: eran las once y media. Tenía treinta minutos para llegar al lugar. Sin pensarlo dos veces, agarró su chaqueta y salió a la fría noche.
El Teatro Imperial era un edificio antiguo, cerrado desde hacía años. El callejón detrás de él estaba oscuro y desierto, iluminado solo por la tenue luz de una farola parpadeante. Carlos miró su reloj: las manecillas marcaban la medianoche exacta. Esperó, su respiración formando nubes de vapor en el aire frío.
De repente, una figura emergió de las sombras. Era un hombre alto, vestido con una gabardina y un sombrero que ocultaba su rostro. Se acercó lentamente, sus pasos resonando en el silencio del callejón.
—¿Carlos Méndez? —preguntó la figura, su voz aún distorsionada.
—Sí, soy yo. ¿Tienes información sobre el asesino?
El hombre asintió y extendió un sobre manila hacia Carlos.
—Aquí tienes todo lo que necesitas. Pero ten cuidado, no eres el único que lo busca.
Antes de que Carlos pudiera preguntar más, el hombre se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad. Abrió el sobre con manos temblorosas. Dentro había fotografías, recortes de periódicos y una nota escrita a mano.
«El asesino no es quien crees. Busca en el pasado, en los secretos que la ciudad ha olvidado.»
Carlos pasó las siguientes horas revisando el contenido del sobre. Las fotografías mostraban lugares que le resultaban vagamente familiares. Los recortes de periódicos hablaban de una serie de asesinatos similares ocurridos hace más de veinte años, todos sin resolver. Había algo extraño en esos casos, una conexión que no lograba ver del todo.
Decidió visitar la biblioteca municipal al día siguiente para investigar más a fondo. Pasó horas revisando archivos antiguos, buscando cualquier pista que pudiera ayudarlo. Finalmente, encontró un artículo que llamó su atención. Hablaba de un hombre llamado Javier Romero, un periodista que había estado investigando una serie de asesinatos similares a los actuales antes de desaparecer misteriosamente.
Carlos sintió un escalofrío recorrer su espalda. ¿Podría ser que el asesino actual estuviera relacionado con los crímenes de hace veinte años? ¿Y qué había pasado con Javier Romero? Decidió visitar la última dirección conocida de Romero, esperando encontrar alguna pista.
La casa de Romero estaba en las afueras de la ciudad, abandonada y en ruinas. Carlos entró con cautela, su linterna iluminando el polvo y las telarañas que cubrían todo. En el despacho encontró una caja fuerte oculta detrás de un cuadro. Tras varios intentos fallidos, logró abrirla. Dentro había una serie de diarios y cintas de audio.
Carlos comenzó a leer los diarios y a escuchar las cintas. Romero había estado investigando una sociedad secreta que operaba en la ciudad, una organización que aparentemente había estado detrás de los asesinatos. Según Romero, esta sociedad había estado eliminando a cualquier persona que se acercara demasiado a sus secretos.
Una de las cintas contenía una grabación que hizo que el corazón de Carlos se detuviera por un momento. Era la voz de Romero, hablando con alguien.
—¿Por qué haces esto? —preguntaba Romero, su voz temblando de miedo.
—Porque es necesario. La verdad debe permanecer oculta. —respondió una voz distorsionada, similar a la que había escuchado en la llamada telefónica.
Carlos sintió que el suelo se movía bajo sus pies. La voz en la cinta era la misma que le había dado la pista en el callejón. ¿Podría ser que el asesino estuviera jugando con él, llevándolo por un camino predeterminado?
Decidió confrontar al hombre que le había dado la pista. Volvió al callejón detrás del Teatro Imperial, esperando encontrar alguna señal. Para su sorpresa, la figura apareció de nuevo, como si hubiera estado esperándolo.
—Sabía que volverías, Carlos.
—¿Quién eres? ¿Por qué me estás ayudando?
La figura se quitó el sombrero, revelando un rostro que Carlos no esperaba ver. Era Javier Romero, el periodista desaparecido.
—No estoy ayudándote, Carlos. Te estoy guiando. El Asesino Sin Rostro no es una persona, es una idea, una sombra que ha existido durante décadas. Yo soy solo el último en llevar el manto.
Carlos retrocedió, su mente luchando por comprender lo que estaba escuchando.
—¿Tú eres el asesino?
Romero asintió, una sonrisa triste en su rostro.
—Alguien tenía que continuar el trabajo. La verdad debe permanecer oculta, y aquellos que se acercan demasiado deben ser eliminados.
Carlos sintió un frío helado en su corazón. Todo este tiempo había estado siguiendo las pistas dejadas por el asesino, sin darse cuenta de que estaba siendo manipulado.
—¿Y ahora qué? —preguntó, su voz apenas un susurro.
—Ahora, Carlos, es tu turno de decidir. Puedes unirte a mí y continuar el legado, o puedes intentar detenerme y enfrentar las consecuencias.
Carlos miró a Romero, sus pensamientos enredados en una maraña de miedo y confusión. Sabía que tenía que tomar una decisión, una que cambiaría su vida para siempre.
Sin decir una palabra, se dio la vuelta y comenzó a caminar, dejando atrás el callejón y la figura de Romero. Sabía que no podía unirse a él, pero tampoco podía detenerlo solo. Necesitaba ayuda, y sabía exactamente a dónde ir.
Mientras se alejaba, una sensación de determinación llenó su corazón. No permitiría que el Asesino Sin Rostro continuara su reinado de terror. Haría todo lo posible por detenerlo, aunque eso significara arriesgar su propia vida.
La noche era oscura y llena de sombras, pero Carlos Méndez estaba decidido a enfrentarse a ellas, sin importar el costo.