En un reino lejano, donde las montañas tocaban el cielo y los ríos brillaban como espejos, vivía una princesa llamada Isabel. Era conocida por su valentía y su corazón generoso. Un día, mientras paseaba por el bosque, escuchó un rumor que la inquietó. Los aldeanos hablaban de un dragón de cristal que había aparecido en la cima de la montaña más alta.
“¡Un dragón de cristal! Eso suena increíble,” murmuró Isabel para sí misma, “pero también es peligroso. Debo proteger a mi reino.”
Con determinación, decidió que debía enfrentarse a esta criatura. Se preparó, tomando su espada brillante y un escudo decorado con el emblema de su familia. Antes de partir, se acercó a su mejor amiga, Luna, una astuta y valiente coneja.
“Luna, tengo que ir a la montaña. Hay un dragón de cristal que amenaza nuestro hogar. ¿Vendrás conmigo?” preguntó Isabel.
“¡Por supuesto, Isabel! No dejaré que vayas sola. ¡Vamos a demostrarle a ese dragón que no tiene nada que temer!” respondió Luna, saltando emocionada.
Las dos amigas comenzaron su aventura, subiendo por senderos empinados y cruzando ríos de aguas cristalinas. Mientras avanzaban, Isabel compartía su preocupación.
“¿Y si el dragón es feroz? ¿Y si no podemos detenerlo?” preguntó la princesa, su voz temblando un poco.
“Recuerda, Isabel, la valentía no significa no tener miedo. Significa enfrentarse a lo que nos asusta. ¡Juntas somos más fuertes!” animó Luna.
Finalmente, llegaron a la cima de la montaña, donde encontraron una cueva resplandeciente. La entrada estaba adornada con cristales brillantes que reflejaban la luz del sol. Isabel se acercó con cautela.
“¿Estás lista, Luna?” preguntó la princesa, sintiendo un cosquilleo en el estómago.
“¡Listísima! ¡Vamos!” respondió Luna, dando un pequeño salto.
Cuando entraron en la cueva, se encontraron cara a cara con el dragón de cristal. Era enorme y deslumbrante, con escamas que brillaban como diamantes. Sin embargo, en sus ojos se podía ver tristeza.
“¿Quiénes son ustedes que se atreven a entrar en mi hogar?” preguntó el dragón, su voz resonando en la cueva.
“Soy la princesa Isabel y esta es mi amiga Luna. Venimos a detenerte, porque los aldeanos temen tu presencia,” dijo Isabel, tratando de sonar valiente.
El dragón suspiró. “No quiero causar miedo. Estoy aquí porque busco un lugar donde pertenecer. He sido rechazado por ser diferente.”
Isabel se sorprendió. “¿Diferente? Pero eres hermoso. ¿Por qué no nos lo dijiste antes?”
“Porque todos me ven como un monstruo, no como un amigo,” respondió el dragón, bajando la cabeza.
Luna, que había estado escuchando atentamente, tuvo una idea. “¿Y si organizamos una fiesta en el pueblo? Podrías venir y mostrarles quién eres realmente.”
“¿Una fiesta? ¿Crees que eso funcionaría?” preguntó el dragón, levantando la mirada con una chispa de esperanza.
“¡Sí! ¡Podrías demostrarles que eres amable y divertido!” exclamó Isabel, sonriendo.
Así que, con el dragón de cristal a su lado, Isabel y Luna regresaron al pueblo. Los aldeanos, al principio asustados, pronto se dieron cuenta de que el dragón no era un enemigo, sino un amigo valioso.
“¡Miren cómo brilla! ¡Es increíble!” gritó uno de los niños, mientras el dragón hacía piruetas en el aire.
La fiesta fue un gran éxito. Todos bailaron, rieron y disfrutaron de la compañía del dragón. Isabel miraba con orgullo a su nuevo amigo y a su reino, que ahora era un lugar más acogedor.
Esa noche, mientras las estrellas brillaban en el cielo, Isabel y Luna se sentaron junto al dragón.
“Gracias por ayudarme a encontrar un hogar,” dijo el dragón, su voz llena de gratitud.
“Gracias a ti por mostrarnos que la verdadera belleza está en el corazón,” respondió Isabel, sonriendo.
Y así, en el reino de Isabel, el dragón de cristal se convirtió en un símbolo de amistad y aceptación, y todos aprendieron que ser diferente es lo que nos hace especiales.