Carlos se despertó en medio de la noche, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda. La luz de la luna se filtraba por la ventana, y fue entonces cuando lo vio: una sombra oscura, más densa que la noche misma, se extendía bajo su cama.
—¿Quién está ahí? —preguntó, su voz temblando como una hoja en otoño.
No hubo respuesta, solo un silencio pesado, como si la habitación contuviera la respiración. Carlos se acercó al borde de la cama, la curiosidad superando su miedo.
—Soy yo, el niño de la habitación —susurró una voz tenue, casi un eco.
Carlos sintió que su corazón se detenía. ¿El niño de la habitación? Se acordó de las historias que había escuchado sobre el pequeño que había muerto allí hace décadas.
—¿Qué quieres? —inquirió, temiendo la respuesta.
—Jugar… —dijo la sombra, y con cada palabra, la oscuridad se volvió más tangible, más amenazante.
Carlos retrocedió, pero la sombra se deslizó hacia él, extendiendo una mano delgada y alargada.
—Ven, Carlos. No hay nada que temer. Aquí es divertido.
Las palabras resonaron en su mente, seductoras y escalofriantes.
—No… no puedo… —tartamudeó, pero su voz se apagó con un grito ahogado cuando la sombra se abalanzó sobre él.
En un instante, todo se volvió negro.
A la mañana siguiente, su madre entró en su habitación y encontró la cama vacía. Solo quedó un eco en el aire, y una sombra más bajo la cama, esperando al siguiente niño que se atreviera a preguntar.